Category Archives: contemplación

BOLSAS

Desde pequeña, se me hace difícil conseguir ropa. Durante mi juventud en Puerto Rico, mi familia recibía en su hogar muchas bolsas de ropa usada en buenas condiciones para donar. Yo siempre hurgaba el botín para ver si encontraba algo que me sirviera antes de que el mismo llegara a su destino final.  Entre las piezas, siempre había zapatos, correas, pantaloncitos, falditas, trajecitos, blusitas. A veces habían carteras y yo aprovechaba para irme de shopping porque, como siempre he sido gordita, eran muy raras las veces en las que la ropa en cuestión me servía (y cuando dije “muy raras” en realidad quise decir “nunca”).

En mi camino por esta vida tan cuadriculada, admito que se me ha hecho bastante difícil desarrollar un estilo de moda personal. Hay dos razones claves que me han impedido este logro. Primero, la ropa para cuerpos como el mío escasea bastante en los centros comerciales y tiendas de segunda mano por igual. Segundo, el verdadero problema es que la ropa para cuerpos grandes, especialmente la ropa bonita y de buena calidad, es carísima. No creo que estas observaciones les sean sorprendentes. Sin embargo, en estos momentos de tanto malestar global, tener esta preocupación en la mente, sonará como algo bien pendejo y quizás lo es. Ahora, yo sostengo que la cultura Boricua es una cultura de emperifollaera, y por ende, la meta siempre es salir a la calle, como bien me dijo alguna vez una de mis tías, “a la moda aunque me joda”. Todavía sigo ponderando esta consigna con la esperanza de que su verdadera sabiduría se manifieste cuando menos lo espere y/o más lo necesite.

Hablando de familia, recientemente hablé por teléfono con mi abuela que, de hecho, también solía recibir mucha ropa de segunda mano para donar. Durante mi conversación con ella, surge el tema de la importancia que se le da a las apariencias físicas en Puerto Rico. Una porción significativa de mis traumas más encuerpados, han surgido en espacios en los cuales no me he sentido aceptada por quién y cómo  soy. Más allá de mi gordura y de las formas tan polarizadas en las cuales he performeado mi género a través de los años—como bien saben los que me conocen, este péndulo se sigue meciendo—las dinámicas sociales del buen gusto y estilo, amarradas como están al dinero y la influencia, también me han marcado de una forma no tan subliminal. El clasismo endémico del archipiélago es insidioso y variado, pero siempre resurge en los lugares menos idóneos: en dinámicas familiares, en la intimidad de una amistad, en las escuelas y los trabajos y hasta en los espacios públicos que se supone sean para el disfrute categórico de todas las personas.

Le comenté a un amigo recientemente que yo he tenido el gran “privilegio” de experimentar varias esferas sociales a lo largo de mi vida y en todas he visto las mismas opresiones manifestarse de formas variadas, pero igualmente nefastas. Este disque privilegio también es endémico de Puerto Rico, ya que el estado de crisis constante, hace que las dinámicas sociales y económicas fluctúen rápidamente. ¿Cómo nos curamos de los sesgos y prejuicios? ¿Cómo entonces salimos de este hoyo deconstructivo si en todos los tiempos y espacios nos vemos en peligro de caer en él? No tengo respuestas, pero tampoco importa porque esta entrada de blog no es sobre clasismo ni sobre Puerto Rico ni siquiera sobre belleza. Esta entrada es sobre bolsas de ropa.

Cuando llegó la primavera a Georgia, decidí simplificar mi vida. Comencé por los libreros porque tengo más libros que tiempo y energía. Por motivos de trabajo, y porque le debo descanso a mi cuerpo que día a día batalla con varias enfermedades crónicas, muchas de ellas “invisibles”, mis limpiezas son desorganizadas y eternas. Por varias semanas, mi cuarto estuvo en un estado crítico que se me asemejó al estado en el cual mi madre, de quien heredé varios de mis malestares, mantenía su propia casa. Ver mi espacio personal transformado en esta fotografía mental me llevó a entender muchas cosas sobre el malabarismo social. El llanto siempre es catarsis; las limpiezas también. Por ende, desde que culminó el semestre académico, me he dedicado lo más posible a reestructurar mi existencia y los espacios que ésta habita. Esto no es una metáfora para la identidad, aunque bien podría serlo, pero me refiero a que he vuelto mi atención al hogar y a los espacios físicos en los cuales los espacios metafísicos se manifiestan.  

A principios de este mes, en buena compañía, asistí a un evento de comedia de quien es actualmente mi comediante angloparlante predilecta: Hannah Gadsby. Gracias a este show, llevo varias semanas haciéndome la misma pregunta cada vez que me siento abrumada: ¿Quién quiero ser? No fue hasta que comencé a llevar una bitácora de mi Yo actual, bajo la recomendación de una profesora de escritura creativa con la que compartí por unas cuantas horas, que me percaté que el hacerme esta pregunta me estaba causando más ansiedad aún. El tiempo futuro es para mí motivo de ansiedad. He llegado a la conclusión de que la combinación de mis más grandes pesares, principalmente las demandas presentistas de mi dolor crónico, me han ocasionado un exceso de pasado.

Hace dos días atrás, quizás, por fin entendí y acepté a cabalidad que aferrarme a tanta cosa—material y espiritual—me estaba forzando a cargar más peso de lo que mis rodillas y psiquis pueden soportar, creando un tipo de aspiradora temporal que no me permite visualizar un destino más allá de un mañana donde el presente y el pasado se enreden nuevamente en una relación tóxica, ocluyendo toda potencialidad futura. Fue entonces cuando me di a la tarea de embolsar lo viejo y pasarlo pa’lante. Gracias a esta revelación tan reveladora, tengo en mi cuarto mis primeras bolsas de ropa usada para donar. Luego de muchas horas de revisión cuidadosa, puedo decir con orgullo que todas las piezas están en excelente estado y son de tallas grandes. Estos pantalonsotes y camisotas abrazaron mis chichos por muchos años. Me toca darle las gracias a esa herencia que no es necesariamente genética, sino de esa que uno absorbe como por ósmosis, ya que esta ropita (¿ropota?) prontamente abrazará a muchos otros chichos más. El pasado de alguien es en ocasiones el futuro de alguien más—y eso es bonito, ¿no creen? Blindada con esta nueva perspectiva, seguiré poco a poco despejando mi closet para poder entonces volver a contemplar la pregunta de los setenta mil chavitos: ¿Quién quiero ser?

Cariñitos y cariñotes,

Una bolita Savoy despojada

CAJAS III

Buenas, lectores. Primero que nada, ¡Feliz Año! Espero que el mismo les traiga prosperidad, salud y placeres previamente inimaginables. Hoy les traigo mis más recientes pensares ya que el 2022 ha traído consigo todo tipo de cosas, entre ellas experiencias nuevas para disecar.

Mientras limpiaba mi habitación, la cual estaba hecha mierda ya que los “winter blues” siempre me visitan, me topé con la caja vacía de los últimos zapatos que compré: unos “loafers” marca UGG que son disque “gender-neutral”. A pesar de que me hacen sentir bien básica, especialmente cuando los acompaño con un cafecito de Starbucks, admito que los amo porque son cómodos y calientitos. El invierno de Atlanta no es tan malo como los inviernos de Massachusetts e Illinois, pero esta sangre Boricua los resiente de todas formas.

Ahora, los zapatos y los inviernos son irrelevantes aquí. Lo que importa de verdad es la caja vacía en la cual vinieron los zapatos, los cuales compré online porque los malls (entiéndase, moles) me dan estrés. En buen puertorriqueño, la cajita está chula. Es robusta y está bien hecha. Tan pronto la vi, se me llenó la mente de posibilidades. Por ejemplo:

Coño, aquí podría guardar algunas de mi libretas.

Puñeta, no, aquí podría guardar mis esmaltes y otras herramientas que uso para hacerme las uñas…

Carajo, aquí podría guardar…

MIERDA. Me cago en na’. Yo sé que si me quedo con la bendita caja lo que voy a meterle adentro en mierda. Papeles viejos con poemas que nunca voy a publicar; caricaturas que dibujé mientras escuchaba a mis profesores hablar de algún concepto esotérico que de alguna forma explica alguna realidad cuasi-universal; y quizás recibos de la última vez que fui a Chick-fil-A a comer pollo satánico (lo cual admito ocurre entre 2-5 veces al año—que me perdone Dios, la virgen y toda la gente cuir del mundo. Amén.).

Mientras admiraba la caja, contemplaba el siguiente predicamento: ¿Cuál es el valor de vivirme una película de bajo presupuesto? En la misma, conozco a una persona en un “dating app”. Me monto en mi carro y guio una hora para conocerle. Nos damos hasta dentro ‘el pelo. Me enchulo como no hacía hace años. Le pregunto que quiere de mí y me contesta “sexo”. Entonces me toca tomar todas estas cartas de amor y lujuria que yo le había escrito prematuramente a esta persona y metérmelas en el culo. O sea, meterlas en la caja bonita que en realidad no es nada más que un contenedor de cartón donde vinieron unos zapatos feos pero cómodos. Medito. Contemplo aceptar la propuesta, pero mejor decido que mi tiempo es oro y que no me pienso dar el lujo de sentarme a escribir guiones que no vayan a ganar Oscares. Después de todo, yo soy un mujerón. Que diga, la protagonista de la película sería un mujerón, bicha como ella sola, gorda y fabulosa como la Venus y, de paso, se sabe dar su puesto. Esto de escribir historias sobre mujeres gordas que aceptan migajas es cosa del pasado. También es una falacia. Yo estoy gorda porque cuando me como el pan, me como el bollo completo y no dejo residuos. Carajo. Que diga, Amén.

Cuando pienso en todos los sistemas sociales, económicos y políticos que estructuran nuestro diario vivir, me doy cuenta que los mismos son como el cuco. El cuco no tiene cara ni cuerpo y, dependiendo quien esté contando el cuento, sus intensiones varían. Por ejemplo, según mis bisabuelas, que en paz descansen porque en poder vivieron, el cuco secuestra niñes que no se bañan. A pesar de su inmaterialidad, en mi niñez, el poder de la palabra “cuco” arruinó muchas de mis mejores noches – esas en las cuales el sucio bajo mis uñas significaba que había estado todo el día en la calle, encaramada en cuanto árbol había en la urbanización, entre otras aventuras para “niños”. Ahora que lo pienso, en mi niñez, pocas veces tuve un grupo de amistades niñas. De hecho, siempre solía ser la única niña en un grupo de varones. Me tocará contemplar esa vivencia en un futuro blog post.

Pasa una semana y mi cuco es un hombre guapísimo y brillante y el hecho de que su futuridad y la mía no existen en la misma dimensión. Mas al fin de cuentas, y luego de un poco de una persuasión cuasi-romántica de índole nostálgico, porque el bien cabrón sabe lo que hace, boté la caja pero me quedé con el cuco. Después de todo, descubrí que “sólo sexo” también puede ser tremenda producción. Creo que a eso le llaman porno y tengo entendido que puede ser ética, dejar chavos y hasta ganar premios. Y tu cuco, ¿a ‘onde está?

Hasta la próxima.

Con lujuria, pero que me perdone Dios,
La zorra de los palos

#YoSinLaUPR: Parte I

YOSINLAUPR

Llevo ya varias semanas contemplando lo que diré en esta entrada. Siempre se me ha hecho fácil el acto de sobre-pensar situaciones. A veces sobre-pienso porque estoy honrando los mandatos de mi intuición. A veces sobre-pienso porque estoy amarrada a la voluntad de mi ansiedad generalizada. A veces sobre-pienso por placer también.

A este último estado psicosomático yo le llamo contemplación

Llevo ya varias semanas contemplando lo que diré en esta entrada. Lo que sea que diga, claramente, no se me hará fácil. La facilidad está sobrevalorada.

 A esa última oración yo le llamo consuelo

Debido a que el estado de contemplación y/o sobre-pensamiento en el cual me encuentro actualmente es tan intenso, he decidido publicar esta pieza en viñetas. Aquí está la primera. 

La UPR, más que una entidad, es una identidad. Como oyó. Al menos eso creo. La palabra identidad puede o no que esté sobrevalorada en este y/o en muchos contextos, pero en estos momentos me parece muy apropiada. No sé aún por que. Espero lograr descifrarlo en uno o dos párrafos más.

¿Sigue conmigo? Siga aquí o no, francamente no le prometo nada. Esta entrada no es tan maravillosa. Es domingo, de noche y estoy muy cansada. Por ende no me voy a poner la presión de resolver este enigma social, si es que se le puede llamar así. Mi intención con escribir esta entrada es la siguiente: contestar la siguiente pregunta: ¿por qué carajo he decidido insinuar que la UPR es una identidad? 

Mi Alma Mater, el Colegio (UPRM), está ubicado en Mayagüez. Yo nací, me crié, reí, lloré, amé, odié, y muchos más verbos oposicionales y/o neutros que me da mucha pereza escribir, en Mayagüez por la mayor parte de mi vida. Es un fenómeno bastante común que los lugares se interioricen y se transformen en, podríamos decir, identidades (por ejemplo: puertorriqueño, Americano, marciano, etc.). Entonces, ser de Mayagüez es una de mis identidades, o al menos es parte de mi identidad. He aquí una oración declarativa en la cual expreso mi identidad: Yo soy Mayagüezana. Por si quedaba alguna duda. 

¿Qué significa ser de Mayagüez? Bueno, una mejor pregunta sería: ¿qué podría significar ser de Mayagüez? Pero vamos a presumir que estoy contestando la primera porque así la gramática no me da tanto trabajo. Llevo ya mucho tiempo fuera. Pero vamos a lo que vinimos…

¿Qué significa ser de Mayagüez? Pues ser de Mayagüez significa saber la diferencia entre llamar a la playa de El Seco “playa” o decirle “mojón beach”. Significa saber que por esa playa hay un campo de pelota donde solían haber festivales de chiringa. Significa saber que había una vez y dos son tres, en la calle Post, existió un edificio que se llamaba “Los Miranda”. El mismo estaba ubicado justo al lado del cementerio viejo, el cual fungía como patio de recreo para les peques que allí residían. Significa saber que en ese edificio vivió hace ya mucho tiempo una niña gordita y malcriada que mangó a su mamá chichando con el padre de quien se convertiría en su hermana y salió corriendo a contárselo a todos los vecinos (bueno, solo se lo contó a dos vecinas, pero eran bien chismosas, así que se lo contó a todo el mundo por asociación). Disculpen, eso es parte de mi identidad y no tiene tanto que ver con ser o no ser de Mayagüez. Ser o no ser de Mayagüez tiene que ver más con el edificio porque ese edificio ya no existe, pero si existen memorias de él porque existo yo y otras personas que, asumo yo, también son Mayagüezanas. 

El Colegio está en Mayagüez. Entonces, ser o no ser de Mayagüez también implica, en teoría, estudiar en el Colegio. Anhelar estudiar en el Colegio. Temerle a la posibilidad de estudiar en el Colegio. Temerle aún más a la posibilidad de no estudiar en el Colegio. Ir a la escuela y toparse con maestros que te meten en la cabeza la idea de que nunca llegarás a estudiar en el Colegio porque simplemente “no das la talla”. Trabajar en el Colegio. Ir a caminar a la pista del Colegio. Pensar que el Colegio es feo (no es mi pensar pero estoy tratando de ser exhaustiva dentro de mis posibilidades ya que esto es una entrada de blog y no quiero aburrirlos ni pasarme de cierta cantidad de palabras, pero también quiero que diferentes tipos de subjetividades Mayagüezanas se vean representadas en mis palabras). Puñeta, ya perdí el hilo… 

Ajá. Ser de Mayagüez es crecer sabiendo lo que es el Colegio. Es crecer sabiendo que el Colegio está ahí, en Mayagüez, cerca de Terrace y del Town Center y de Miradero y de la AIC y de el Ensanche Ramírez y del Church’s que antes era un Tastee Freeze y de la escuela vocacional y de la cervecería India y del Ensanche Martínez (popularizado por la Calle Bosque y El Garabato) y del Parque de los Próceres y del Palacio de Recreación y Deportes y del Barrio París y de la Panadería de Chiqui en el Barrio Balboa, de la cual no recuerdo el nombre, pero creo que así se llama o se llamaba el dueño… Bueno, ustedes entienden. El Colegio es grande y queda cerca de muchos otros lugares de renombre. El punto es que ser de Mayagüez generalmente significa que conoces que el Colegio está allí, sea o no sea dicha entidad accesible y/o deseable para ti. El Colegio está en Mayagüez. 

Pues, luego de anhelar y temer, yo estudié en el Colegio a pesar de que muchos maestros me dijeron a lo largo de los años que nunca podría. Eso me hace Mayagüezana y Colegial. ¿Van viendo cómo las identidades mutan y se vuelven compuestas? ¡Quién lo hubiera pensado! 

Hice una pausa aquí para llamar a mi padre y preguntarle el nombre de la panadería de Chiqui. Se llamaba La Nueva Bakery y ya no existe. Me puse triste. Luego sigo escribiendo. 

Con tristeza y mucho sueñito,
Karla