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BOLSAS

Desde pequeña, se me hace difícil conseguir ropa. Durante mi juventud en Puerto Rico, mi familia recibía en su hogar muchas bolsas de ropa usada en buenas condiciones para donar. Yo siempre hurgaba el botín para ver si encontraba algo que me sirviera antes de que el mismo llegara a su destino final.  Entre las piezas, siempre había zapatos, correas, pantaloncitos, falditas, trajecitos, blusitas. A veces habían carteras y yo aprovechaba para irme de shopping porque, como siempre he sido gordita, eran muy raras las veces en las que la ropa en cuestión me servía (y cuando dije “muy raras” en realidad quise decir “nunca”).

En mi camino por esta vida tan cuadriculada, admito que se me ha hecho bastante difícil desarrollar un estilo de moda personal. Hay dos razones claves que me han impedido este logro. Primero, la ropa para cuerpos como el mío escasea bastante en los centros comerciales y tiendas de segunda mano por igual. Segundo, el verdadero problema es que la ropa para cuerpos grandes, especialmente la ropa bonita y de buena calidad, es carísima. No creo que estas observaciones les sean sorprendentes. Sin embargo, en estos momentos de tanto malestar global, tener esta preocupación en la mente, sonará como algo bien pendejo y quizás lo es. Ahora, yo sostengo que la cultura Boricua es una cultura de emperifollaera, y por ende, la meta siempre es salir a la calle, como bien me dijo alguna vez una de mis tías, “a la moda aunque me joda”. Todavía sigo ponderando esta consigna con la esperanza de que su verdadera sabiduría se manifieste cuando menos lo espere y/o más lo necesite.

Hablando de familia, recientemente hablé por teléfono con mi abuela que, de hecho, también solía recibir mucha ropa de segunda mano para donar. Durante mi conversación con ella, surge el tema de la importancia que se le da a las apariencias físicas en Puerto Rico. Una porción significativa de mis traumas más encuerpados, han surgido en espacios en los cuales no me he sentido aceptada por quién y cómo  soy. Más allá de mi gordura y de las formas tan polarizadas en las cuales he performeado mi género a través de los años—como bien saben los que me conocen, este péndulo se sigue meciendo—las dinámicas sociales del buen gusto y estilo, amarradas como están al dinero y la influencia, también me han marcado de una forma no tan subliminal. El clasismo endémico del archipiélago es insidioso y variado, pero siempre resurge en los lugares menos idóneos: en dinámicas familiares, en la intimidad de una amistad, en las escuelas y los trabajos y hasta en los espacios públicos que se supone sean para el disfrute categórico de todas las personas.

Le comenté a un amigo recientemente que yo he tenido el gran “privilegio” de experimentar varias esferas sociales a lo largo de mi vida y en todas he visto las mismas opresiones manifestarse de formas variadas, pero igualmente nefastas. Este disque privilegio también es endémico de Puerto Rico, ya que el estado de crisis constante, hace que las dinámicas sociales y económicas fluctúen rápidamente. ¿Cómo nos curamos de los sesgos y prejuicios? ¿Cómo entonces salimos de este hoyo deconstructivo si en todos los tiempos y espacios nos vemos en peligro de caer en él? No tengo respuestas, pero tampoco importa porque esta entrada de blog no es sobre clasismo ni sobre Puerto Rico ni siquiera sobre belleza. Esta entrada es sobre bolsas de ropa.

Cuando llegó la primavera a Georgia, decidí simplificar mi vida. Comencé por los libreros porque tengo más libros que tiempo y energía. Por motivos de trabajo, y porque le debo descanso a mi cuerpo que día a día batalla con varias enfermedades crónicas, muchas de ellas “invisibles”, mis limpiezas son desorganizadas y eternas. Por varias semanas, mi cuarto estuvo en un estado crítico que se me asemejó al estado en el cual mi madre, de quien heredé varios de mis malestares, mantenía su propia casa. Ver mi espacio personal transformado en esta fotografía mental me llevó a entender muchas cosas sobre el malabarismo social. El llanto siempre es catarsis; las limpiezas también. Por ende, desde que culminó el semestre académico, me he dedicado lo más posible a reestructurar mi existencia y los espacios que ésta habita. Esto no es una metáfora para la identidad, aunque bien podría serlo, pero me refiero a que he vuelto mi atención al hogar y a los espacios físicos en los cuales los espacios metafísicos se manifiestan.  

A principios de este mes, en buena compañía, asistí a un evento de comedia de quien es actualmente mi comediante angloparlante predilecta: Hannah Gadsby. Gracias a este show, llevo varias semanas haciéndome la misma pregunta cada vez que me siento abrumada: ¿Quién quiero ser? No fue hasta que comencé a llevar una bitácora de mi Yo actual, bajo la recomendación de una profesora de escritura creativa con la que compartí por unas cuantas horas, que me percaté que el hacerme esta pregunta me estaba causando más ansiedad aún. El tiempo futuro es para mí motivo de ansiedad. He llegado a la conclusión de que la combinación de mis más grandes pesares, principalmente las demandas presentistas de mi dolor crónico, me han ocasionado un exceso de pasado.

Hace dos días atrás, quizás, por fin entendí y acepté a cabalidad que aferrarme a tanta cosa—material y espiritual—me estaba forzando a cargar más peso de lo que mis rodillas y psiquis pueden soportar, creando un tipo de aspiradora temporal que no me permite visualizar un destino más allá de un mañana donde el presente y el pasado se enreden nuevamente en una relación tóxica, ocluyendo toda potencialidad futura. Fue entonces cuando me di a la tarea de embolsar lo viejo y pasarlo pa’lante. Gracias a esta revelación tan reveladora, tengo en mi cuarto mis primeras bolsas de ropa usada para donar. Luego de muchas horas de revisión cuidadosa, puedo decir con orgullo que todas las piezas están en excelente estado y son de tallas grandes. Estos pantalonsotes y camisotas abrazaron mis chichos por muchos años. Me toca darle las gracias a esa herencia que no es necesariamente genética, sino de esa que uno absorbe como por ósmosis, ya que esta ropita (¿ropota?) prontamente abrazará a muchos otros chichos más. El pasado de alguien es en ocasiones el futuro de alguien más—y eso es bonito, ¿no creen? Blindada con esta nueva perspectiva, seguiré poco a poco despejando mi closet para poder entonces volver a contemplar la pregunta de los setenta mil chavitos: ¿Quién quiero ser?

Cariñitos y cariñotes,

Una bolita Savoy despojada

CAJAS III

Buenas, lectores. Primero que nada, ¡Feliz Año! Espero que el mismo les traiga prosperidad, salud y placeres previamente inimaginables. Hoy les traigo mis más recientes pensares ya que el 2022 ha traído consigo todo tipo de cosas, entre ellas experiencias nuevas para disecar.

Mientras limpiaba mi habitación, la cual estaba hecha mierda ya que los “winter blues” siempre me visitan, me topé con la caja vacía de los últimos zapatos que compré: unos “loafers” marca UGG que son disque “gender-neutral”. A pesar de que me hacen sentir bien básica, especialmente cuando los acompaño con un cafecito de Starbucks, admito que los amo porque son cómodos y calientitos. El invierno de Atlanta no es tan malo como los inviernos de Massachusetts e Illinois, pero esta sangre Boricua los resiente de todas formas.

Ahora, los zapatos y los inviernos son irrelevantes aquí. Lo que importa de verdad es la caja vacía en la cual vinieron los zapatos, los cuales compré online porque los malls (entiéndase, moles) me dan estrés. En buen puertorriqueño, la cajita está chula. Es robusta y está bien hecha. Tan pronto la vi, se me llenó la mente de posibilidades. Por ejemplo:

Coño, aquí podría guardar algunas de mi libretas.

Puñeta, no, aquí podría guardar mis esmaltes y otras herramientas que uso para hacerme las uñas…

Carajo, aquí podría guardar…

MIERDA. Me cago en na’. Yo sé que si me quedo con la bendita caja lo que voy a meterle adentro en mierda. Papeles viejos con poemas que nunca voy a publicar; caricaturas que dibujé mientras escuchaba a mis profesores hablar de algún concepto esotérico que de alguna forma explica alguna realidad cuasi-universal; y quizás recibos de la última vez que fui a Chick-fil-A a comer pollo satánico (lo cual admito ocurre entre 2-5 veces al año—que me perdone Dios, la virgen y toda la gente cuir del mundo. Amén.).

Mientras admiraba la caja, contemplaba el siguiente predicamento: ¿Cuál es el valor de vivirme una película de bajo presupuesto? En la misma, conozco a una persona en un “dating app”. Me monto en mi carro y guio una hora para conocerle. Nos damos hasta dentro ‘el pelo. Me enchulo como no hacía hace años. Le pregunto que quiere de mí y me contesta “sexo”. Entonces me toca tomar todas estas cartas de amor y lujuria que yo le había escrito prematuramente a esta persona y metérmelas en el culo. O sea, meterlas en la caja bonita que en realidad no es nada más que un contenedor de cartón donde vinieron unos zapatos feos pero cómodos. Medito. Contemplo aceptar la propuesta, pero mejor decido que mi tiempo es oro y que no me pienso dar el lujo de sentarme a escribir guiones que no vayan a ganar Oscares. Después de todo, yo soy un mujerón. Que diga, la protagonista de la película sería un mujerón, bicha como ella sola, gorda y fabulosa como la Venus y, de paso, se sabe dar su puesto. Esto de escribir historias sobre mujeres gordas que aceptan migajas es cosa del pasado. También es una falacia. Yo estoy gorda porque cuando me como el pan, me como el bollo completo y no dejo residuos. Carajo. Que diga, Amén.

Cuando pienso en todos los sistemas sociales, económicos y políticos que estructuran nuestro diario vivir, me doy cuenta que los mismos son como el cuco. El cuco no tiene cara ni cuerpo y, dependiendo quien esté contando el cuento, sus intensiones varían. Por ejemplo, según mis bisabuelas, que en paz descansen porque en poder vivieron, el cuco secuestra niñes que no se bañan. A pesar de su inmaterialidad, en mi niñez, el poder de la palabra “cuco” arruinó muchas de mis mejores noches – esas en las cuales el sucio bajo mis uñas significaba que había estado todo el día en la calle, encaramada en cuanto árbol había en la urbanización, entre otras aventuras para “niños”. Ahora que lo pienso, en mi niñez, pocas veces tuve un grupo de amistades niñas. De hecho, siempre solía ser la única niña en un grupo de varones. Me tocará contemplar esa vivencia en un futuro blog post.

Pasa una semana y mi cuco es un hombre guapísimo y brillante y el hecho de que su futuridad y la mía no existen en la misma dimensión. Mas al fin de cuentas, y luego de un poco de una persuasión cuasi-romántica de índole nostálgico, porque el bien cabrón sabe lo que hace, boté la caja pero me quedé con el cuco. Después de todo, descubrí que “sólo sexo” también puede ser tremenda producción. Creo que a eso le llaman porno y tengo entendido que puede ser ética, dejar chavos y hasta ganar premios. Y tu cuco, ¿a ‘onde está?

Hasta la próxima.

Con lujuria, pero que me perdone Dios,
La zorra de los palos

ESTE PAÍS ES INHÓSPITO.

Esto es una entrada improvisada porque me tengo que sacar algunas cosas de adentro. De una vez aprovecho para utilizar por fin la ilustración adjuntada, la cual hice hace ya muchos meses. Es un auto-retrato para el cual me visualicé como una Karen por aquello de tratar de entender algunas cosas. No entendí nada, pero disfruté imaginarme en ese contexto de todas formas. Mis disculpas de antemano a todas las mujeres que conozco que se llaman Karen, quienes son personas bastante agradables y bondadosas. La Karen que ilustro en esta entrada con un tono un tanto exagerado y satírico (valga la aclaración), no las representa. La Karen ilustrada en esta narrativa necesita ir a terapia y/o someterse a un exorcismo. Digo eso con todo el amor que me es posible redirigir hacia ellas—que no es mucho, pero está presente. Esto será relevante luego.

Comienzo:

Es jueves (en realidad hoy es sábado, pero escribí este párrafo el jueves). Mi cama está regada y no me da la gana vestirla. Toda mi ropa negra está amontonada en un esquina de mi habitación y no me apetece recogerla. Hay libros, libretas y otros útiles escolares apilados encima de cada mesa y estante que tengo en mi cuarto. Hay aún más cosas encima del escritorio que odio y que nunca uso. Lo voy a vender, decido.

Esta semana ha sido una de mucha contemplación. Admito que se me ha hecho difícil existir más allá de mi estado natural como ser sobre-pensante. Ando en auto-piloto, componiendo secuencias rítmicas en mi cabeza que me hagan sentir humana porque la otra opción es sentirme fantasma. Me miro en el espejo y trato de encontrar a la muchacha optimista que regresó a la ciudad con paso firme. Sigue aquí, pero está cansada.  No hará nada por unos días para recobrar energías. Trabajará lento. Escribirá poco. Se reirá mucho porque ha aprendido que algunas medicinas viven dentro de ella misma. Virará los ojos ante sus cursilerías—cursilerías como este párrafo—porque nadie nunca le enseñó muy bien como manejar el cinismo y porque el nihilismo francamente ya tiene que pasar de moda (¡qué pereza!). Escribirá sobre ella misma en tercera persona. Cuestionará si debe subir esta entrada porque la está escribiendo a último minuto (y porque le tiene miedo a la controversia). La subirá a pesar del miedo porque algunas cosas hay que hablarlas sin pelos en la lengua.

Confieso:

El martes fue un día particularmente retante. Empezó bien—dentro de lo que cabe.  Para poder hablar del tema, voy a distanciarme lo más posible de mi misma para tratar de pintar con palabras otras posiciones diferentes a las mías. Pero primero, déjenme enseñarles un poquito mi realidad:

Eran las 10 de la mañana y estaba tirada en la cama (porque era martes y suelo permitirme dormir hasta tarde los martes) cuando recibo un mensaje de mi hermana dándome los buenos días. Me emociona saberme pensada. Le contesto y entablamos nuestras posiciones: ella está siendo madre y yo estoy tirada en la cama como una morsa. Le pregunto como está. Se tarda en responder. Me asusto. Le escribo de nuevo: “Nena, ¿estás viva?” Ella me responde: “Sí. Te quiero contar algo es. ¿Te puedo llamar?” Algo pasó.

Consideren la siguiente posición:   

Es mi pensar que muy pocas personas dejan su terruño por que sí. Casi siempre hay motivos particulares para irse. En el caso de la migración Boricua actual, ese motivo es la crisis (la cual no definiré en esta entrada, en parte porque pienso que no es necesario). Algunos dirán: “¡Ay! ¡Pero Puerto Rico siempre está en crisis!” A lo que respondo: “Por eso siempre se migra.”

Cuando mi hermana me dijo que migraría, no supe que decirle. Francamente, sus deseos—o mejor dicho, su necesidad—me paralizó. Ella me lee (y es mi audiencia predilecta), así que me dirijo a ella:

Cuando me dijiste que te mudarías, me asusté mucho. Este país es inhóspito. Aclaro: en este país hay de todo—cosas buenas, malas y otras que son indefinibles en el espectro moral—pero lo más que hay son bestias salvajes. Este lugar es una jungla. Debí decirte: “¿Haz escuchado alguna vez sobre la Karen?”

Las mujeres que tuviste que batallar en ese parque han sigo catalogadas con el nombre científico: Karen Xenofobicus Racistus Pendejicencis (sí, tuvieron que ponerle ese nombre tan largo para poder acaparar toda su frivolidad y malicia). En palabras finas, son unas c*b****s. Van por la vida vestidas de blanco, haciéndose las victimas y fastidiándole la existencia a toda persona que este haciendo nada más que existir y respirar cerca de ellas. Sus presas suelen ser (in)migrantes, las personas catalogadas acá, en EEUU, como “PoC (person of color—en español, personas de color, entiéndase: personas que no son blancas), al igual que cualquier otra persona que se encuentren mal parada, asumo yo (aclaro: “mal parada” desde su perspectiva). Son particularmente peligrosas para las personas negras y es por eso que tu hija, sintiendo el peligro, inteligentemente corrió a esconderse en la casita de la chorrera. La Karen es una de las criaturas más salvajes que existen en este país. Lamento que te hallas encontrado de frente con esas cuatro mujeres blancas. ¡Qué pereza!

Valga la aclaración: No todas las mujeres blancas son Karen, pero todas las Karen, hasta ahora, son blancas.

Lamento tanto no haberte hablado más abiertamente sobre esta criatura, pero estaba tratando de protegerte. Al menos, en mi ignorancia, pensé que te estaba protegiendo. La realidad es que no quería que sintieras miedo al mudarte ya que entendía muy bien el hecho de que necesitabas este cambio para ti y para tus hijes. Pero bueno, ya qué carajo, si de todas formas te tocó vivir esta odisea. Tus hijes aprenderán de esta experiencia tanto como tú ya haz aprendido. En pocas palabras: batallas como estas te llevarán a evolucionar como Pokemon. Después de Charizard, tú.

Tu hijo cambiará también. Las pesadillas sobre el evento se transformarán en otra cosa. Por ejemplo, en determinación. Aprenderá inglés más rápido porque es un niño bondadoso y querrá utilizar las palabras como arma de verdad. Tu hija, al estar tan pequeña, olvidará con el tiempo las risas feroces de esas hienas. Al menos eso es lo que deseo para ella—que el tiempo haga su trabajo y la proteja. Tú también serás más sabia ahora que entiendes que lo único que la policía hará ante el acoso de las Karen es decirte a ti que te vayas a tu casa mientras las bestias gritan y mienten desde alguna esquina. Esto es un problema social para el cual no veo solución inmediata. Por ende, te toca aprender que algunas batallas no valen la pena. Como siempre digo: “A veces perdiendo se gana.” Safety first, baby. La seguridad es primero.

Lo último que diré, lo digo porque estos son los valores que nos traemos desde nuestra pmatria—los que nos enseñaron nuestres ancestres: no importa lo que pase, siempre ten compasión y empatía. Esas mujeres necesitan ayuda a la cual no tienen acceso porque este país las reproduce intencionalmente. Las empobrecen y las oprimen y las llevan a competir por recursos que no existen. Así es que funciona la opresión: gracias a fantasías raciales y espejismos económicos.

Repito, recuerda que no todas las mujeres blancas son Karen. De hecho, muchas de ellas son amigables y dadas. Pero, lamentablemente, no es siempre fácil discernir quién es una fiera y quién es una amiga. Se observadora. Confía en tus instintos y en tu intuición. Recuerda también que lo que te dijeron no es cierto: tú sí perteneces aquí. Tú también tienes derecho a ocupar espacio. Tú también eres Americana, si es eso lo que deseas ser. Y si a las Karen no les gusta que estés aquí, pues que le hagan un favor a Puerto Rico y protesten por su liberación. Así no tenemos que mudarnos. Sólo digo. Yo no sé como a ellas no se les ocurren estas soluciones tan obvias.

Te amo, bruja. Siempre con la frente en alto, ¿oyó? xoxo

Bueno, ese fue mi drama de la semana. Curiosamente, esta entrada terminó siendo muy diferente a la que tenía en mente… Terminó siendo medio mamística—o sea, la forma literaria que terminé reconstruyendo es la forma popularizada en las redes sociales por la figura pública que fue mi madre, quien era famosa por escribirle cartas dramáticas a sus hijes por Facebook. (Le atribuyo ese título en este espacio porque si usted conoció a mi madre, usted sabe que ella vivió su vida como si fuera una figura pública local.) Esas cartas solían darme un poco de vergüenza porque siempre eran bien personales, pero ahora entiendo. En la distancia, ella estaba, como siempre, tratando de ser nuestra más grande maestra. El amor a distancia es creativo. Comparto esta carta en mi blog porque tengo el presentimiento que quizás otras personas además de mi hermana necesiten leerla. La Karen nos afecta a todes.

Pero bueno, si quieren leer más sobre la figura de la Karen, Edcel J. Cintrón González escribió sobre ellas en esta antología.

La próxima entrada será sobre la odisea que fue conseguir un mapo en Atlanta porque a mi también me gusta ser frívola de vez en cuando.

Qué tengan un lindo domingo,
Karlié de las Casas  

LA SILLA SIN BRAZO Y OTRAS AUSENCIAS INCONSECUENTES.

Aviso: Esta entrada es fragmentaria.

Un día, hace mucho tiempo, empaqué toda mi vida y me fui.

Sabía que tendría que regresar a la ciudad algún día. Pero me daba mucha pereza pensar en ese futuro. Tuve que buscar formas de engañar a mi psicosoma—a mi cuerpo-mente-alma—de sobornarle. Pensé en todas las figuraciones futuras que pude, tratando siempre de construir las ecuaciones relacionales más perfectas posibles, aquellas que me hicieran sentir segura, para que así me emocionara el regreso. Eventualmente decidí que la única cosa que me haría feliz sería un sillón reclinable de la marca La-Z-Boy. El deseo trabaja de formas misteriosas.

Entusiasmada ante la posibilidad de la comodidad, comencé a investigar la situación. Aprendí que los La-Z-Boys son carísimos y que la quiebra sería inevitable. No sé que carajo estaba pensando cuando decidí desear un sillón reclinable si bien sé que el ocio y todas sus herramientas cuestan un ojo de la cara. ¿Me merecía este lujo? Lo encontré muy Católico cuestionarme si merecía descanso y relajación. Admito que de tanto auto-flagelarme mientras investigaba los diferentes tipos de reclinadores, rompí un record mundial en suspiros frustrados. Pero yo quería el bendito sillón. No. Lo necesitaba. Necesitaba curar un espacio exclusivo para lectura y naps. Mi tren de pensamiento era el siguiente: si curo un espacio para mis dos pasiones más pasionales (leer y dormir), seré, indiscutiblemente, feliz.

Determinada, comencé a ahorrar dinero para comprarme mi silloncito. La cosa estaba difícil porque un sillón reclinable de la marca La-Z-Boy cuesta unos mil dólares—y eso es si lo encuentro en especial y le pongo un cover barato. Mi mísero sueldo graduado no alcanzaba para tanto. Los doctorados, entre todo lo bueno y lo malo que tienen, suelen estar diseñados para personas pudientes—o al menos así se siente a veces. Pensé irme en un viaje definiendo la palabra “poder”, pero decidí limitar las tangentes del día para no abrumarme a mí misma con tanta verbosidad. Aún así, me explico un poco:

Los programas graduados no suelen tomar en consideración las posicionalidades y/o interseccionalidades sociopolíticas de sus estudiantes porque ese tipo de consideración es, asumo, anti-meritocrática. El argumento institucional, asumo nuevamente, es que el deber (entiéndase: el deber de la institución, que puede ser o no ser académica, este argumento es transferible a otros contextos) es tratarnos a todes por “igual”. Encuentre usted el error en esa ecuación abstracta. No es tan difícil hacerlo. Ni la ecuación tan abstracta. Me explico un poco más:

La igualdad y la equidad son dos estados materiales muy diferentes. La diferencia, desde mi perspectiva, es que uno es performático y el otro no existe.

Pero, para no perder el hilo, sigamos en el mismo tren—o, mejor dicho, en el mismo carril:

La meritocracia es un sistema obsoleto que sólo beneficia a aquellas personas que ya tienen suficiente capital acumulado para no sufrir las austeridades y explotaciones sociales que puedan surgir en “x” o “y” lapso de tiempo debido a “x” o “y” circunstancia. Sí, las personas pudientes—y repito que no voy a definir en esta entrada la “pudiencia”, quizás después—sufren explotaciones laborales también. En ese aspecto, la academia es igualitaria. Mi argumento esta verdaderamente atado a las siguientes preguntas, para las cuales, les advierto de antemano, no ofrezco respuestas: ¿Quién de verdad sufre las consecuencias de esas explotaciones a la larga? ¿Quién tiene acceso a la recuperación luego de haber sido explotado? ¿Quién tiene acceso—punto—a una vida digna dentro de los sistemas laborales existentes? Etc., etc., etc..

Pero no entremos en eso ahora porque no vale la pena irnos por ese túnel tan largo y oscuro. El sistema no va a cambiar, al menos no por mucho tiempo. Además, a estas alturas, ya yo estoy acostumbrada a estas mierdas. Yo hago mi trabajo porque me gusta enseñar, no porque me hallan prometidos millones de “x” o “y” cosa (dinero, prestigio, etc.). Ahora, sepan que yo estoy muy consciente de que esa mentalidad del “me gusta mi trabajo” es bien perniciosa (entiéndase: dañina) porque las instituciones, especialmente aquellas que operan bajo “éticas” neoliberales, o lo que sea que viene después de lo neoliberal, terminan aprovechándose de la buena voluntad de la gente buena para “regalarnos” botellas mientras ellos se chupan las chinas (para los que están usando Google translate para leerme: chi-nas es como decimos “naranjas” en Puerto Rico). Uso ellos adrede.

Para mover la narrativa más rapidito porque, como ya saben los que me leen consistentemente, siempre me voy en una tangente dramática, les cuento que no me compré un La-Z-Boy. Estaban muy caros y preferí invertir mi dinero en una cama cómoda para una persona de mi edad y tamaño. Estas cositas—o sea, estos “lujos”—hacen la diferencia y es por eso que las inequidades sociales son una mierda. El clasista (y este personaje social viene de todos los tamaños, colores y clases sociales—hasta yo me lo he encontrado haciendo laps en la piscina olímpica de mi inconsciente) nunca se sienta a pensar que quizás durmió mejor que sus pares menos acomodados y que a veces eso—el dormir bien—es la diferencia entre salir o quedarse en algún hoyo metido. Al menos eso aprendí viendo Survivor durante la pandemia.

Ahora, sí me compré un sillón. Excepto que mi sillón reclinable no es sillón porque no se mece. En todo caso, es una silla. A la silla le falta un brazo—porque es la mitad de un sofá que se reclina. Para disimular sus carencias, le puse una mesita bien bonita en el lado donde no tiene brazo y es allí donde acomodo todos los libros que estoy leyendo o contemplando leer en el futuro inmediato. La silla me costó $150 en el outlet de Rooms To Go y es la cosa que más felicidad me da en todo mi apartamento. ¡Es comodísima! Así que no tiene nada que envidiarle a un La-Z-Boy que probablemente tiene que soportar muchos peos de algún hombre rico y vago. Yo no me tiro peos en mi silla. Por ahora. Pero bueno, creo que siempre sí logré mi objetivo, aunque haya sido en términos diferentes a los intencionados. Mi silla sin brazo me ha ensañado que algunas ausencias son inconsecuentes.

Con esa lección personal, me despido. Espero que tenga un domingo muy relajante. Mi consejito para estudiantes graduados (y para escritores y/o artistas y/o personas que se dedican a algo y/o trabajan mucho) es que creen espacios de ocio en sus hogares. Son necesarios para el éxito.

Abrazos a medias, por aquello de no contagiarnos de Covid (¡la variante delta está arrasando!) y morirnos antes de poder decorar nuestros espacios caseros con esquinitas de placer,

Le gordibiris de la silla incompleta.

CAJAS II: LA MUDACIÓN Y SUS RITMOS.

Atlanta se siente diferente. “Tiene buen yuyu”, dice mi padre, “sólo tienes que ser paciente”. O algo así. Él siempre percibe cosas que yo no. La marea de la vida nos lleva a todes a perspectivas diferentes. Por eso me divierte, a veces, conversar.

Mientras escribo estas palabras, está lloviendo. Estará lloviendo todo el día.

Han pasado 24 horas desde la lluvia. Fui a Target con mi housemate y compré cosas: libreros, una lámpara, un air fryer—objetos que ayudan a que los espacios se sientas más hogareños. Me place curar este espacio con una estética nueva: una que diga “mira que grande soy”. Me place curar. Por eso también compré mascarillas—o como les digo a veces, cuando nadie me escucha, “curitas para los pulmones”—y animal crackers (de esos que están cubiertos en frostin’ blanco y rosita, sin importar que me suban el azúcar… Me hacen sentir niña de nuevo y eso hace que valgan la pena). Me place gastar dinero en artículos para el hogar—y placeres para mi cuerpo, que también es, hasta cierto punto, un hogar.

Aún así, confieso:

Es raro estar de vuelta en la ciudad. Las ciudades no me gustan tanto que digamos: son ruidosas, veloces y pasajeras. No quiero generalizar, pero percibo, con relativa certeza, que aquí casi nadie se detiene a observar los entornos por más de unos minutos. La gente va y viene con mucha prisa. El amor es efímero, como en aquella canción de Laura Pausini. El tiempo se hace agua.

El fenómeno más alarmante es como las identidades, inclusive aquellas a las cuales te haz aferrado por muchos tiempo, mutan a una velocidad increíble.

¡Puf!

Cambiaste.

¡Puf!

De nuevo.

Un día eres alguien y al otro te haz transformado en alguien más. Y todo en un abrir y cerrar de ojos. A veces el cuerpo ni permiso te pide. Sólo obra a su favor, siguiendo su brújula interna, aquella que indica que el nuevo norte requiere que te sometas a ciertas modificaciones (internas o externas—la realidad varía). Darwin decía que la vida es del que se adapta—o algo así, nunca me ha dado con leer al tipito ese con muchísimo detenimiento—pero eso me parece un poco miope… Al menos tomarlo literalmente. Pienso que hay mierdas a las cuales no nos debemos adaptar. Pero esa es una tangente para otro día.

Por hoy, quiero hablar un poquito sobre los ritmos y los espacios (no se preocupen, seré breve):

Extraño el pantano. A pesar de que era, hasta cierto punto, más ruidoso que este pedacito de ciudad que llamo mío.

Extraño a las ranas y a los lagartos—aunque son bien feos y me dan un poco de asco y miedo.

Extraño a mi familia: tanto los abrazos como las peleítas bobas. La distancia hace que uno aprecie cosas que, en el momento, parecían ser una molestia. Las apariencias engañan, como tode puertorriqueñe sabe. Esas cosas mal dobladas, como estas palabras tan insuficientes, se han convertido en anhelos súbitos:

Ejemplos:

El sónido de la puerta cuando mi hermano llegaba del trabajo; las perras de papi ladrando todo el día porque lo extrañan; el llanto lejano de un bebé o dos; las conversaciones en la cocina; las interpretaciones de sueños en la mañana; las risas de les niñes corriendo bicicleta en la urbanización; etc., etc..

Más ejemplos:

Cotidianidades. Familiaridades. Vivencias irremplazables.

Mas aún así, la ciudad me llama. Y en esta ocasión tan ocasionada, me invita a que la bese.

La ciudad me dice:

Acaríciame. Me hacías falta. Extrañaba tu pulso ligero. Obsérvame. Necesito saber que alguien cuenta mis flores. Necesito saber que alguien resiste parpadear ante mis bosques y mis rascacielos. Escríbeme. Dime que mis ahoras tienen valor. ¡Dime que mis ahoras tienen valor!

Puñeta, Atlanta, cálmate. Tengo otras cosas que hacer—tales como:

Disfrutar de la compañía de amigues y colegas brillantes que me retan a expandir mi pensar, a veces, tan conservador y práctico. Disfrutar de la compañía de amigues y colegas que me retan a simplificar mis radicalidades también. Es un sube y baja esta vida tan loca. ¡Pero qué sube y baja!

Gracias a todes les que caminan conmigo, aun a sabiendas que me muevo despacio y con recelo.

Gracias por leerme.

Con amor,

Un caminante haciendo camino al andar.

OLAS.

La semana pasada fue rarita. Los días fueron emocionalmente estáticos. Lo cual me asustó un poco porque, para mí, las emociones son olas, de la misma forma que los duelos son olas. Es por esto que, cuando la marea está en calma, mi corazoncito, adicto al fin al vaivén de la sobrevivencia, se persea y le busca la quinta pata al gato. Se le hace difícil a mi corazón aceptar que los gatos solo tienen cuatro patas. Qué está bien no percibir más allá de esa realidad cuasi-universal—porque al fin y al cabo, algunos gatos sólo tienen dos y es por eso que, cibórgicamente, sus humanos les instalan una sillita de ruedas. Mi corazón no ve esto porque mi corazón odia los números pares.

De paso, les pregunto su opinión: ¿Es el duelo una emoción o un afecto? (No me pregunten cual es la diferencia porque mi respuesta sería muy larga y serpentina.) ¿Es el duelo una circunstancia? ¿Un mar? Las olas son una ocurrencia marítima, así que me hace sentido que el duelo pueda ser un fenómeno oceánico. Todo es posible en esta vida tan rara.

Contemplé por un segundo identificar mi duelo como una “abstracción”, pero la realidad es que mi duelo eterno ha sido la cosa más real, más empírica y más encarnada que he tenido que sobrellevar en la vida. Es por esto que me atrevo a decir con certeza que, independientemente de sus otros estados fenomenológicos, el duelo es, objetivamente, una mierda.

Pero bueno, yo no vine a hablar de eso hoy.

Confieso:

La semana pasada dije que no estaba trabajando la tesis lo suficiente. Y por esa mentira, me pido perdón y me perdono. Amén. De trabajar, la trabajo todos los días. La trabajo cuando leo literatura puertorriqueña. La trabajo cuando trabajo mi duelo. La trabajo cuando hablo con mis panas sobre las cosas que están pasando en el país que ya no vivo pero que me sigue viviendo. La trabajo cuando me obligo a descansar para recobrar energías y, consecuentemente, mis ganas de escribir. De trabajar, la trabajo. Lo que estaba resistiendo era escribirla… Pero por ahí le voy, pasito a pasito, palabra a palabra, hasta que la vida y/o la muerte nos separen. Acepto.

Cambiando el tema (bueno, más o menos):

Escribir para que otras personas me lean es muy raro y es por eso que siempre trato de escribir para mí. Como me apetece ser genuina en este espacio, les confieso que me estoy dando a la tarea de no permitir que las personas y los algoritmos, ni sus percepciones, (sí, los algoritmos también perciben), cambien lo que he identificado como mi misión de vida: escribir todas las cosas que siempre he querido escribir. Decir todo lo que quiero decir. Hacer todo lo que quiero hacer antes de que el tiempo juegue su última ficha.

Confieso:

A mi no me gusta ser percibida. Me gusta ser fantasma, espectro, eco—de todo menos yo misma.

Por ende, ser genuina requiere que remueva las mil y una máscara que uso a diario para protegerme de las cosas que me dan miedito. A veces me da vergüenza admitir que tengo miedos porque soy una persona adulta. Soy toda una mujer. Y a veces toda un hombre. Y a veces un pedazo de pizza (de pepperoni). Pero el punto es: estoy en mis 30-2. Pensé que a esta edad ya no le tendría miedo a nada. Nadie me envió el memo que indicaba que a veces crecer es tener más miedos, no menos.

Francamente, no sé si es adecuado exponerme de esta forma y extirpar inconciencias viejas, como la muerte de mi madre, y apresentarlas—o sea, traer esas memorias ya inconscientes conmigo al presente para re-analizarlas, re-contextualizarlas (me—re-contextualizarme). Quizás aquí sólo vienen personas que quieren “tips and tricks” para sobrevivir escuela graduada o la diáspora o a uno mismo. Consejitos. Pragmatismos. Algranismos. Pero el diario vivir es complejo y yo quiero ser honesta sobre las cosas que han provocado que mi experiencia académica (y de vida) no sea una lineal (es decir, que no pueda ser representada por una línea recta). Podríamos tener conversaciones infinitas sobre como todas las personas pasan por anti-linealidades temporales, pero este blog no es sobre todas las personas, es sobre mí. El “blog” es un género bastante narcisito. Pero eso usted ya lo sabía, ¿no?

Espero que no me malinterprete. Haber tenido una experiencia no-lineal no necesariamente significa que haya tenido—o esté teniendo; no se ha acabado—una experiencia mala. Qué conste. Ni que yo fuera Thalía en María la del Barrio. Nada que ver. Pero pienso que la temporalidad doctoral interrumpida que ha tocado a mi puerta sin anuncio previo ha hecho que las intelectualidades a las cuales una vez me aferré se sientan ajenas. Algo así como de otro planeta. Ya no sé si amo mi trabajo de la misma forma. Tampoco sé si mi trabajo me ama. ¿Qué tiene el trabajo que ver con el amor? Creo que la respuesta es “nada”. Pero, me quería hacer la pregunta de todas formas, a ver si llegaba a conclusiones distintas. No llegué a ningún lado. Me quedé igual de pendeja.

Quizás está mal venir aquí a desahogarme de esta forma. Después de todo, soy una eticista crónica (tanto así que suelo decir que tengo un complejo súper-Egoico, que es lo mismo que decir que me gusta predicar la moral en calzoncillos, que es la única forma en la cual realísticamente la moral se puede predicar—por mí o por cualquier otra persona, que valga la aclaración. Todes estamos desnudes en este Edén…) y es por eso que al escribir siempre me hago las siguientes preguntas: ¿Cuál es mi responsabilidad para con mis posibles lectores? ¿Cuál es mi responsabilidad para conmigo? ¿Soy aquí y ahora estudiante, maestra o artista? ¿Pueden esas identidades coexistir sin cancelarse entre sí? ¿Pueden esas identidades coexistir y florecer? ¿Cómo coexisten estas identidades? ¿Son identidades? ¿Emociones o afectos? ¿Circunstancias? ¿Olas? ¿Ninguna de las anteriores?

Pero bueno, les diré porque escribo (según mi “yo” de hoy) y con eso les dejo:

(Las anécdotas astrológicas tendrán que esperar.)

Escribo porque ya no quiero sentirme avergonzada de las cosas que he vivido (ni de las cosas que me han vivido). Escribo porque sigo aquí. Parada (a veces sentada también—casi siempre sentada). Pero para bien o para mal, sigo aquí. Luchando. Bregando. En mis mejores momentos pienso que estoy más viva que nunca. Más dispuesta que nunca. Puesta pa’l problema y pa’ la solución también—y si la solución no existe, pues la invento. Más deseosa también.

Creo que diré lo siguiente, por aquello de auto-reflexionar: pienso que soy una persona muy resiliente. Admiro esa cualidad en mí. La habilidad de ser resiliente me ha sacado de muchos peos (me ha sacado muchos peos también… La resiliencia da churras.)

Ahora, y que esto les quede bien claro, no se crea ni pa’l carajo que voy a romantizar la resiliencia. Pero tampoco puedo negar la existencia de ese estado psicosomático (de cuerpo y alma) que hemos naturalizado (me refiero a la resiliencia como “lifestyle” o estilo de vida)…  Es la resiliencia, en el momento contemporáneo, un estilo de vida—y uno que debemos desnaturalizar con mucho afán porque soy de esas personas que piensan, alocadamente, quizás, que nos merecemos una vida mucho más digna de la que vivimos actualmente.

Personalmente, yo aspiro a una vida donde sí, se trabaje, porque las cosas no pasan así porque sí… Pero también una vida de placeres y de ocio. Una vida de placer intencional. A propósito. Leer por placer. Escribir por placer. Cocinar (y, obvio, comer) por placer. Tirarse en una hamaca y soñar por placer. Enseñar por placer. Bailar, cantar, crear, chichar… Bueno, lo dejo ahí por si me lee alguien que se siente visceralmente ofendide ante la mención del sexo (aunque aquí todes somos adultes, ¿no?).

El punto es:

Nos merecemos un mundo donde nos sintamos lo suficientemente descansades para hacerlo todo (incluyendo trabajar) con placer. ¡Ca-ra-jo! Sonará utópico, Edénico y, quizás, hasta surreal. (Al menos, para mí, a veces suena hasta imposible.) Pero hoy me he dedicado a soñar por y con placer. Y confieso me place pensar en estas cosas. Me place imaginar un presente (porque el futuro lo han imaginado ya muchos/as/es y el pasado ya lo vivimos – y nos vivió) donde las risas y los abrazos perduran infinitudinalmente (creo que esta palabra no existe, pero como soy casi doctora en letras, me atrevo a inventarla). (Usted no tiene que haber estudiado para inventar palabras. Yo sólo digo eso porque necesito reconectar con mi identidad académica.)

No quería hacerlo, pero siempre sí me fui en el viaje de kétchup. ¡Qué jodienda! Tengo más que decir, pero no quiero aburrirles. ¡Ya hasta me pasé de palabras! Mi madre diría: “Si escribieras tu tesis con el esmero que escribes este blog, ya la hubieras terminado, ¡pendeja!” Y es su voz en mi cabeza lo que, por ahora, me retorna a la faena, a la tesis doctoral (de la muerte) en la cual quizás elabore un poco más mis percepciones sobre la resiliencia. Aunque muches académiques ya han hablado de eso. Pero quizás no han hablado de eso de la forma que yo tengo en mente. Tendré que buscar, a ver. Pero primero escribiré mis ideas para que no se me olviden.

En contemplación eterna,

La pepenadora de ideas.

LOGORREA.

AVISO DE CONTENIDO: Esta entrada es intensa y es larga. También es muy personal. Si no tiene energía emocional, deténgase. Si no tiene tiempo, deténgase. Si no quiere llorar, deténgase. Si se quiere reír, prosiga.

*

Comienzo en media res.

…aprendiendo a simplificar. Creo que lo heredé de mi madre.

Eso es todo. Cambiemos el tema.

*

Confieso:

Llevo ya casi 3 años buscando formas de sanar mi duelo. Ha sido una labor muy ardua—¡y lo que me falta! Pero tengo que hacerlo porque no puedo vivir toda mi vida con la cabeza firmemente atascada en el culo de un muerto. Ni que yo fuera supositorio.

La semana pasada me reuní con mi directora de tesis para hablar de cosas. Nuestras conversaciones siempre son muy generativas porque ella, maestra al fin, ha aprendido con los años a entenderme y a hablarme de manera sutil y efectiva. Tú sabes. De la forma correcta para que yo no me vaya en espiral. Yo soy difícil de entender pero valgo la pena. Al menos eso me dice la gente que me quiere. Tómenlo con un grano de sal.

La conversación fue un poco deprimente, les dejo por aquí un pedacito de la misma porque ¿quién no quiere estar deprimido un domingo?:

–Tienes que entregarme algunas páginas porque te me estás atrasando.

–Sí, lo sé.

–Porque no me cuentas porque no puedes escribir.

Quisiera decir que me inventé algún embuste para quedar bien con ella, pero no. Todo lo contrario. Abro la boca y se me escapa la vida. Hablo hasta que mi pecho se convierte en una ventana y me desbordo. Aprendí esa técnica en una clase de escritura creativa surrealista cuando estudié en Amherst. En aquel entonces, no entendía el concepto. ¿Cómo carajo hago que mi pecho se convierta en una ventana? Pero ha llovido mucho—literal y figurativamente. Hoy día, entiendo la técnica tan bien que la empleo inconscientemente. Pero bueno, he aquí una cuasi-facsímile dramática de como la conversación que tuve con la profesora fluyó luego de que las tetas se me transformaran en una ventana Miami:

–Pero yo amo mi trabajo. Usted sabe lo mucho que amo mi trabajo. Pensar. Enseñar.

–Lo sé. –Me responde con paciencia. A estas alturas me conoce bien y sabe que necesito reafirmar cosas que nunca han estado en cuestión.

–Pero debí haber estudiado otra cosa. Debí haber sido abogada o médico como me decían todos. Aunque esas son profesiones de ricos. Yo no tenía para pagar esos grados. En lugar, elegí esto. Aunque me endeudé de todas formas. Con o sin matemáticas. Entonces ya no pude quedar en nada. No pude llegar a tiempo. No pude generar suficiente dinero para sanarla. Entonces ella se murió y ahora tengo que bregar con esa. Blah, blah, blah.

(PARÉNTESIS: En esta representación incluí cosas que no dije, pero sí pensé. Como dije, esto es una cuasi-facsímile. No crea todo lo que escribo. A mí me gusta irme en viajes hablando mierda. Sería tremenda política. Mi especialidad sería la técnica filibustera. No sé como mis amigues me soportan.)

Sigo hablando como si nada. Le digo mil cosas más. Tiro uno que otro chiste para amortiguar los puños emocionales que le estoy dando sin querer a esta persona que lo único que quiere es ayudarme a terminar mi grado para que yo pueda continuar mi vida. Para que pueda por fin publicar el libro intelectualucho que llevo imaginando por 4 años. (Como si fuera tan fácil. Ese libro no va a salir por mucho tiempo.)

Usualmente, la profesora deja que me vacíe sin interrupciones. Pero ese día me para en seco. Me asusto porque pienso que el bocho es inevitable y yo odio que me regañen. Preparo mi güiro mental porque veo el “atúquiti jua” venir. No quiero mirarla a la cara, mas sé que es importante hacerlo en estos momentos.

–Dijiste algo que necesito discutir.

–¿Qué? –Ella siempre nota cosas que yo no.

–Qué tu mamá se murió y qué fue tu culpa.

–Ah…

Siento como mis ojos comienzan a aguarse. Ella me va a decir cosas bonitas y no me las merezco. Necesito que no diga nada. Bajo la cabeza.

–No fue tu culpa. No fue tu culpa. No fue tu culpa.

–Pare, por favor, que voy a llorar.

–No fue tu culpa.

Me hago mierda. Ella me deja. Seguimos la conversación aunque esté llorando porque yo puedo llorar sobre una cosa y hablar de otra a la vez. Es un talento heredado. Ella me deja fluir. Le cuento sobre mis ideas. Ella me ayuda a organizarlas. Las dos sabemos que no estoy trabajando lo suficiente en la tesis y es porque mi tesis es sobre el huracán María y, por ende, es un “trigger” para mí. That’s it. That’s the reason. Quien le diga que lo más difícil de “grad school” es leer y escribir es un nene ‘e teta. Lo más difícil es leer y escribir mientras la vida te vive. Se tenía que decir y se dijo.

Pero volviendo al tema: le prometo a la profesora que voy a entregarle mi capítulo a fin de mes, aunque sea una mierda. No sé si me cree, pero al menos ahora tiene contexto—y yo también. Antes de colgar la llamada, me alienta una vez más. Me habla cálido. Me hace las preguntas correctas. Es una gran mentora. (De paso les digo que esta es la primera y última vez que voy a hablar de las conversaciones que tengo con mi mentora en este blog porque algunas cosas son personales. Futuros estudiantes graduados: tomen nota. Algunas cosas se deben quedar entre dos. Como sus ideas más brillantes hasta que estén listas para salir del horno. No es tan difícil. 1 + 1 no es lo mismo que 1 + todas las personas que usted siente que tiene que impresionar. Tome nota de nuevo: no tiene usted que impresionar a nadie. La gente que sabe de luz podrá ver la suya aunque usted la tenga metida en el culo. La luz. Aunque tenga la luz metida en el culo. Usted me entiende.)

Terminamos la reunión y me siento inspirada. Le digo que voy a escribir. Ella se hace la que me cree. Yo me lo creo de verdad. La realidad sigue en veremos. (Karla, yo voy a ti, clap clap clap clap clap.)

Ha pasado una semana y no he escrito nada. (Whomp, whomp.) No es porque no tenga ideas, conocimientos, argumentos, libros que diseccionar… Es que no puedo. Necesito sanar mi dolor. Pero no sé como. Se me ha olvidado cómo ser máquina. Se me ha olvidado servir. (Canción que me viene a la mente:  el coro de “Volcán” de José José.)

Quizás estoy así porque ya no fumo. Y nunca me ha gustado beber. Comer demasiado me estaba matando. No comer no es una opción. ¿Qué hago? Pues, hago lo más sensible que se me ocurre: me dirijo a Google a buscar un servicio astrológico gratuito para ver si por fin aprendo como luce mi carta astral y poder echarle la culpa al cosmos de todo lo que me pasa en la vida.

Meto mano. Abro un “tab” nuevo en Chrome y escribo: “free natal chart”. Aparecen varias opciones. ¡Enhorabuena! Algo sencillo y fácil de completar. Justo lo que necesito. La primera opción ofrecida por Google me es familiar ya que es un app bastante popular. Click. ¡Qué emocionante! ¿También escucha usted ese violín?

El servicio: ¿Dónde naciste?

Yo: Mayagüez, Puerto Rico.

El servicio: ¿Cuándo?

Yo: 27 de diciembre de 1988.

El servicio: ¿A qué hora?

Yo: ¡Puñeta! ¿Por qué nada en mi vida puede ser fácil?

Miren, yo sé que nací a las seis y pico de la noche. Pero no me acuerdo del pico. Si mami estuviera viva, ella sabría, pero, como ya saben, estoy jodía en cuanto a eso se refiere. Mas yo no me doy por vencida y hago lo más sensible que se me ocurre: llamo al Centro Médico de Mayagüez. ¿Por qué al hospital y no a un familiar? Pues, porque ¿quién carajo se acuerda de la hora exacta en la que una nieta o sobrina nació? Sólo mami lo sabe y se llevó el secreto a la tumba con ella.

¡Ah! Pero, ¿no tienes un libro de bebé? Miren, si mi libro de bebé todavía sigue con vida, está secuestrado junto con mis fotos de bebé. No me pida más contexto que ese. Algunas cosas son personales.

Anyway, llamé al Hospital Ramón Emeterio Betances, mejor conocido como Centro Médico de Mayagüez, hoy día “Mayagüez Medical Center”. Qué bello es todo. Asumo que ya para el año que viene, Mayagüez se llamará “MayaWest” oficialmente. O peor: Mayaguez (sin diéresis) Citi (con “i” de punto en honor a su nuevo dueño: Citibank).

Volvemos al tema: llamo al hospital. Me responde la operadora. Le digo que necesito saber la hora en que nací. Al principio, la muchacha se hace un ocho, pero buenagentemente me transfiere a “record” médico. Ahora es que empieza lo bueno. Siga leyendo.

–Buenas, “record” médico, le habla Perse. –Por si no es obvio, “Perse” es el apodo que le estoy dando a la doña que contestó el teléfono. Ya verán porqué.

Dato importante: Yo quiero caerle bien a Perse para que me ayude. Aclaro: Yo necesito caerle bien a Perse. Gracias a Dioj, en el 2012 y 13, trabajé en un hotel para pagar mis deudas con la universidad en Amherst. Gracias a ese trabajo, adquirí unos conocimientos bien importantes. Por ejemplo: cómo lamberle el ojo a la gente por teléfono. Saco mi “hospitality voice” del armario y me disfrazo de gente chula.

–Muy buenos días, Perse, ¿cómo está? –Entiendan que sueno como artista de película. De repente soy debutante del Sur de EE.UU., que no es lo mismo que ser de Ponce, y sueno como mantequilla pura. Miren que se me paran los pelos pensando en toda la dulzura que me saqué de la manga.

Perse cae en un silencio fúnebre. Me pregunto si se murió porque, puñeta, así de mierda es mi suerte. Pero la escucho respirar así que espero paciente a que responda mi pregunta. He aquí su respuesta:

–¿Quién me habla?

¡MIREN! Esta señora me ha hecho esa pregunta con una PERSE tan cabrona que estoy convencida que le debe chavos a alguien. Quizás a Citibank. Ese “¿quién me habla?” tenía un carajo omitido. Yo lo escuché a pesar de que ella no lo dijo. Marayo palta. Me toca actuar como si nada, obviamente, y darle todo lo que me pida, incluyendo algún órgano vital si es necesario.

–Buenas, sí, le habla Karla Rodríguez. Estoy llamando porque tengo una pregunta muy importante que hacerle. –Por favor recuerden que necesito echármela en el bolsillo porque de esta mujer depende prácticamente mi vida. –Yo necesito conseguir un acta de nacimiento que indique la hora en la cual nació un niño. –Antes de que me coman viva, sepan que no era el momento de utilizar lenguaje inclusivo. No lo intenté. ¿Quién sabe si Perse es de esas personas que piensan que el género es una ideología? Mira, no, no era el día de montarme en esa tribuna. No, no.  Prosigo. –¿Con quién debo hablar para conseguir esta data? ¿Puede usted ayudarme? –Necesito que sepan que no me comí ni una sola “s” al hablar. Gracias. Necesito mi Oscar.

–¡Ah! –Ella contesta. Es en ese momento que sé que me jodí. –Pues déjeme indicarle que todo depende de cuánto tiempo estemos hablando. ¿Cuándo nació el niño?

–Este, pues, la niña soy yo y nací en el 1988. –Me río nerviosamente. Perse se ríe también, pero como con emociones emocionantes.

–Pues déjeme decirle que eso es imposible. –Como les dije: ME. JO. DÍ. Y pensar que a mí ni siquiera me gusta la astrología y mírenme aquí, pasando malos ratos innecesarios por culpa de la bendita carta astral. Pero la necesito. Le hago a Perse la pregunta de los setenta-mil chavitos:

–¿Imposible?

–Sí. Imposible. Las actas de nacimiento aquí cada 10 años se decomisan. ¡Y usted quiere una de hace 32 años!

MIREN. Yo seré casi doctora—a este paso quizás ni lo sea porque, como ya saben, no puedo escribir—pero tuve que buscar la definición de “decomisar” en el diccionario. La RAE, como siempre, no me ayudó para nada ya que la definición que me dio fue la siguiente: “Declara que algo ha caído en decomiso”. Busco entonces la palabra “decomiso”. La definición que me ofrece la RAE es la siguiente: “cosa decomisada.” MARAYO PALTA. QUIERO LLORAR. Pero tengo que ser fuerte. Sigo leyendo: “Pena accesoria a la principal que consiste en la privación definitiva de los instrumentos del producto del delito o falta”. Recapitulemos: ME. JO. DÍ. Ahora ustedes: TE. JO. DIS. TE. Gracias. Lo sé.

–Ay, qué óspera. –El disfraz se me está cayendo. Carraspeo. –¿Entonces no hay forma de recobrar esa data?

–No. Y basta decir que este hospital lo han vendido como 3 veces. Ahora los dueños son una agencia que se llama “Mayagüez Medical Center”.

–Ya veo. –Por lo menos me enteré del chisme.

–Sí. Sí. Bendito. Lamento no poder ayudarla. –¡Ajá! Me la gané.

–Bueno, Perse, muchas gracias. Qué tenga un hermoso día.

–¡Muchas gracias! Igualmente. –Engancha.

Miren. Esa señora lo que necesitaba era conocer a alguien que estuviera peor que ella para que se le devolvieran los ánimos. Y llegué yo, la única pendeja en el mundo sin una carta astral vigente por no saber a qué hora nací, a alegrarle el día con mi dolor. De nada, doña. 

La realidad es que esta odisea no termina aquí. Pero ya voy por las 2000 palabras y las estadísticas indican que, probablemente, todos ustedes, si es que siguen aquí, ya están JALTOS de leer. El próximo domingo les sigo contando mis desgracias en relación a la bendita carta astral. Si es que sigo viva porque me voy a desaparecer por unos días pa’ trabajar la tesis con calma. Lo cual me da piquiña en la teta, pero ni modo.

Por favor, les ruego que oren por mí. Gracias anticipadas.

Con amor pero jalta ‘e odio,

Una pendeja con el sol en Capricornio, la luna en Virgo y el ascendente en Cáncer. (Whatever that means.)

P.D. Continuará… (¡Dún, dún, dún!)

P.D.D. Si usted ha llegado aquí, le dejo saber que hoy leyó 2395 palabras. ¡Felicidades! (2397).

CAJAS.

Hace ya muchos meses, escribí un estado de Facebook preguntándole a mis amistades lo siguiente: “Si comienzo un blog, ¿quién lo lee?” Muchas personas dijeron “Yo” y, pues, yo me lo creí.

Hace unos días atrás, participé en unas “carreritas de escritura” (entiéndase: “writing sprints”) dirigidas por la autora puertorriqueña Alexandra Román. Durante esas carreritas, trabajé lo que sería mi primer blog post. Eso no es lo que ven aquí. Esa entrada creció mucho y editarla me tomará energía que no tengo ahora mismo. Pero si sigo esperando, nunca voy a comenzar esta vaina. Me conozco. Hoy dije: ¡me lanzo!

Como estoy aburrida en estos momentos, les voy a contar sobre mi día.

Cerca de donde vivo—sí, en el p(l)a(n)tano—hay un restaurante de comida criolla que no es ni delicioso ni desagradable. Lo corre una mujer Niuyorican que me contó su vida entera la primera vez que la conocí, pero hoy me habló como si nunca me hubiera conocido en la vida. No hay problema con eso. Es normal. Pero ese no es el punto de esta anécdota. Sólo un dato curioso.

El punto del cuento es el siguiente: en ese restaurante, en lugar de vender mofongo relleno de pechuga, venden pechuga rellena de mofongo. Lo encontré curioso y pedí una.

Ahora que lo pienso, ese tampoco es el punto de esta anécdota. El  punto ha de ser este: mientras esperaba para pagar, uno de los cocineros sale de la cocina para cuchichear con Doña Niuyor. Como yo soy entrometía, me le quedo mirando. Él nota mi mirada, porque es inevitable no notarla. Desde pequeña me decían lo mismo: “Karla Marie, tienes una mirada muy intensa”. Creo que es por eso que se me hace difícil mirar a las personas a los ojos. Una parte muy pequeña e ilusa de mí vive bajo la mentira—o la verdad—que si miro a las personas muy fijamente, se manifestaran sin permiso todos sus secretos. Pero eso no viene al caso.

El caso es el siguiente: el hombre en discusión me mira intensamente a los ojos y me suelta una sonrisa bien pero que bien pícara. Mi corazón dio un brinquito. El muchacho tiene una sonrisa preciosa, la cual tuve la dicha de admirar porque el susodicho no estaba usando máscara. Le sonrío de vuelta porque una sonrisa no se le niega a nadie, mucho menos si ese “nadie” tiene la sonrisa bonita.

El intercambio sólo dura unos segundos. El muchacho se vuelve y sigue con su chisme. Por algún motivo, me le quedo mirando. (El motivo es que él sigue susurrándole cosas a la doña y yo soy entrometía.) Él se da cuenta que lo estoy mirando y sube la vista, vuelve a mirarme a los ojos y nos quedamos así por unos segundos. El muchachito es bien lindo. Es bajito y flaquito, trigueño, y tiene un “flow” calle muy pícaro. No, no es el chisme lo que me atrae. Ahí es que me percato que lo estoy mirando porque siento una atracción muy leve–o quizás no tan leve–hacia este muchacho tan carismático. Esto es muy curioso porque hacía más de una década que no sentía atracción alguna hacia un hombre cis.

La realización me saca del trance y, sonrojada, redirijo mi mirada al suelo, confundida. Tampoco estoy acostumbrada a inspirar atracción en hombres así (entiéndase: lindos,  pícaros y atrevidos). Pero a ese hombre le gusté, mira que jodienda. Y lo sé porque ya una vez sentada, el seguía saliendo de la cocina para hacer literalmente nada más que mirarme, haciendo ruido y cosas raras para inspirar mi mirada. No lo logró. A mí todo me da vergüenza y la vergüenza es el espanta-polvo más efectivo que la religión y otros mecanismos opresores han inventado/empuñado.

Eventualmente, el muchacho se rinde, porque aunque estoy loca por sonreírle de nuevo, no tengo la energía para ser “cute” con él ni con nadie. Me sigo comiendo mi quesito de guava-cheese que, al fin y al cabo, está más bueno que’l tipo que definitivamente no me voy a tirar.

Ahora que lo pienso, ese tampoco era el punto de esta anécdota. Sólo otro dato curioso sobre mi día.

El punto ha de ser este: hoy me puse un traje para salir de la casa. Si alguna de mis amistades está leyendo esto, estoy segura que voy a escuchar el: “WHAAAAAAAT!?!?!?!?” en mi casa sin importar que tan lejos estén de mí. El sonido de la sorpresa siempre viaja a la velocidad de un DM. ¿Será por el traje que le gusté a Mr. Ojitos? Le apodaré “Mr. Ojitos” en lugar de “Mr. Sonrisa” porque siento que los ojos son personajes importantes en este cuento.

¡Ajá! ¡Me acordé del punto de la anécdota! Sigo en el próximo párrafo.

Antes de ir a comprar mi pechuga rellena de mofongo (y envuelta en tocineta), paré en Staples. La realidad es que el motivo de mi salida era ese: ir a Staples. Allí compré 10 cajas para empacar libros ya que en agosto regreso a Atlanta a culminar el doctorado de la muerte. (¡Dún dún dún!) También compré dos libretas que no necesito para nada, pero eso no viene al caso. Cuando fui a pagar, el punto culminante de la historia tomó lugar. He aquí esa historia:

Estoy caminando hacia la caja con 10 cajas. Me duelen los dedos porque no se me ocurrió agarrar un carrito y las cajas pesan. El traje se me está subiendo y, si no me apuro, mi culo se verá expuesto. Me pica la teta. (No me picaba la teta pero quiero que eso sea parte de la historia.) Camino tan rápido que parezco liebre dando brinquitos. Por fin llego a mis destino y pongo las cajas sobre la caja. La cajera me dice:

–Can you please move them over there! This one’s closed! I’m sorry!

No digo nada y muevo las cajas. Ella me hace preguntas pero yo la ignoro porque estoy mirando las libretas Moleskin (mis favoritas) que tienen al lado de la caja. Los malditos saben lo que hacen. (Los malditos son los diseñadores de tiendas.) Caigo en la trampa.

–One sec… ­–Le digo a la cajera sin mirarla y me acerco a las libretas. Agarro dos. (NO LAS FOKIN NECESITO.) –These, too, please.

–Sure! Do you have our rewards card?

–I’m not sure.

–If you give me your phone number, I can check!

–Sure. It’s 787… –I get distracted by something.

–Siete-ocho-siete…

–Yes, siete-ocho-siete… –Wait… ¿Por qué carajo me está hablando en español? ¿Está malo mi inglés hoy? Ignoro mi paranoia. –Sí, 787-blah-blah-blah-blah-blah-blah-blah.

–¿Quiere comprar una de estas cajitas de materiales escolares?

–No, no la necesito. –Le respondo luego de considerar el contenido.

La muchacha se queda callada. Noto que quiere decir algo pero esta debatiendo si debe hacerlo. La miro intensamente ya que es la única mirada que tengo. Considera no decir nada. Ha de ser que mi mirada intensa la tiene nerviosa. Le sonrío porque, lamentablemente, aun cuando estoy de buen humor parezco bicha. Qué quede claro que no lo soy. Y aunque lo fuera, la muchacha es brava y me zumba la siguiente explicación:

–No sería para usted. Nosotros las donamos a niños que necesitan materiales escolares. –Señala un barril azul lleno de cajitas amarillas.

Suspiro avergonzada. Me siento pendeja. Quizás ella ya me había explicado esto y yo no la escuché por estar pendiente a las libretas que no necesito.

–Bueno, pues entonces sí la compro. Soy maestra. ¿Y qué tipo de maestra sería si no cooperara con esta causa, no?

–¡Wow! Eres maestra. Qué hermoso. ¿Te gusta dar clases en Florida?

–Bueno, en realidad soy candidata doctoral en una universidad en Atlanta. Doy clases allí. Me gusta.

–¡Wow! Haz de tener muchos estudios. Yo estaba estudiando en Puerto Rico…

–¡Ah! ¡Mira que bien! Eres de Puerto Rico.

Con mi distracción crónica, enfermedad de la cual siempre he padecido, ni cuenta me di del acento. Ahora entiendo tanto. Es Boricua. Por eso el “code switch”. I should’ve known!

–¡Sí! Supe que también era puertorriqueña por el 787. ¿De qué parte eres?

Le sonrío a la muchacha que es, indudablemente, más joven que yo. Gen Z, asumo. Mi corazón se llena de emociones bonitas. Si les soy honesta, no hay cosa que me guste más que encontrarme con Boricuas en la diáspora. Llevo 6 años por acá. Ha sido difícil. Pero eso es un blog post para otro día.

–Soy de Mayagüez. De hecho, me gradué de la UPR de allí, del Colegio.

–¡Wow! Yo estaba estudiando en el Recinto de Carolina. Ese era mi sueño, estudiar allí. Pero lo tuve que dejar y venirme para acá a trabajar.

Admito que una parte de mí se murió cuando dijo eso. Pero le sonreí con ternura, como si nada, porque no hubiera sido sensible continuar el tema.

–¿Cuánto es?

–Así que te graduaste de la UPR… –Me dice. –Y ahora estás haciendo un doctorado. Tienes muchos estudios.

No sabía como sentirme ni qué decir. Dije lo siguiente:

–Sí. Me gradué del Colegio. Hice la maestría en una universidad en Illinois…

–¡Wow! Muchos estudios.

Sonrío de nuevo.

–Y ahora el doctorado en Atlanta.

Le pago las cajas y las libretas.

–Sabes, –Le digo. Obvio que no sabe, pero le informo, –Llevo tiempo contemplando empezar un blog. Ya compré el domain. Parte de lo que quiero hacer es subir “tips and tricks” para estudiantes Boricuas, especialmente para aquellos que estén contemplando una educación graduada. Por ejemplo, que he hecho que me ha resultado y que cosas me han salido terriblemente mal. Entre otras cosas del diario vivir…

–Deberías hacerlo. Tienes muchos estudios. Ayudaría.

–Quizás algún día vuelvas a estudiar. –Trato de alentarla porque me veo en ella. Veo sus ganas. También veo sus obstáculos. No son su culpa.

–Quizás si escribe su blog. –Me dice.

Sonrío. Agarro las cajas y las libretas y, antes de darme la vuelta le digo:

–Quizás. Gracias. Cuídate.

–¡Nos vemos! ¡Cuídese!

Puñeta. Estoy vieja.

Fin.

Señorita de Staples, he aquí mi “quizás” materializado. Si usted lee esto y necesita ayuda volviendo a estudiar, pues, mis conocimientos, dentro de mis posibilidades, son suyos también. Y del que los necesite.

No creo que todo lo que escriba en este espacio sea sobre la academia. Había una vez un mundo en el cual la academia era mi todo. Soberano error. Mi primer consejo para futuros estudiantes graduados es el siguiente: no haga de su trabajo su todo. Su todo vale más de lo que le van a pagar. Entonces, sólo entregue lo necesario. Aprenda a guardar partes de usted para usted.

Con amor, hasta la próxima,

La Maestra