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#YoSinLaUPR: Parte I

YOSINLAUPR

Llevo ya varias semanas contemplando lo que diré en esta entrada. Siempre se me ha hecho fácil el acto de sobre-pensar situaciones. A veces sobre-pienso porque estoy honrando los mandatos de mi intuición. A veces sobre-pienso porque estoy amarrada a la voluntad de mi ansiedad generalizada. A veces sobre-pienso por placer también.

A este último estado psicosomático yo le llamo contemplación

Llevo ya varias semanas contemplando lo que diré en esta entrada. Lo que sea que diga, claramente, no se me hará fácil. La facilidad está sobrevalorada.

 A esa última oración yo le llamo consuelo

Debido a que el estado de contemplación y/o sobre-pensamiento en el cual me encuentro actualmente es tan intenso, he decidido publicar esta pieza en viñetas. Aquí está la primera. 

La UPR, más que una entidad, es una identidad. Como oyó. Al menos eso creo. La palabra identidad puede o no que esté sobrevalorada en este y/o en muchos contextos, pero en estos momentos me parece muy apropiada. No sé aún por que. Espero lograr descifrarlo en uno o dos párrafos más.

¿Sigue conmigo? Siga aquí o no, francamente no le prometo nada. Esta entrada no es tan maravillosa. Es domingo, de noche y estoy muy cansada. Por ende no me voy a poner la presión de resolver este enigma social, si es que se le puede llamar así. Mi intención con escribir esta entrada es la siguiente: contestar la siguiente pregunta: ¿por qué carajo he decidido insinuar que la UPR es una identidad? 

Mi Alma Mater, el Colegio (UPRM), está ubicado en Mayagüez. Yo nací, me crié, reí, lloré, amé, odié, y muchos más verbos oposicionales y/o neutros que me da mucha pereza escribir, en Mayagüez por la mayor parte de mi vida. Es un fenómeno bastante común que los lugares se interioricen y se transformen en, podríamos decir, identidades (por ejemplo: puertorriqueño, Americano, marciano, etc.). Entonces, ser de Mayagüez es una de mis identidades, o al menos es parte de mi identidad. He aquí una oración declarativa en la cual expreso mi identidad: Yo soy Mayagüezana. Por si quedaba alguna duda. 

¿Qué significa ser de Mayagüez? Bueno, una mejor pregunta sería: ¿qué podría significar ser de Mayagüez? Pero vamos a presumir que estoy contestando la primera porque así la gramática no me da tanto trabajo. Llevo ya mucho tiempo fuera. Pero vamos a lo que vinimos…

¿Qué significa ser de Mayagüez? Pues ser de Mayagüez significa saber la diferencia entre llamar a la playa de El Seco “playa” o decirle “mojón beach”. Significa saber que por esa playa hay un campo de pelota donde solían haber festivales de chiringa. Significa saber que había una vez y dos son tres, en la calle Post, existió un edificio que se llamaba “Los Miranda”. El mismo estaba ubicado justo al lado del cementerio viejo, el cual fungía como patio de recreo para les peques que allí residían. Significa saber que en ese edificio vivió hace ya mucho tiempo una niña gordita y malcriada que mangó a su mamá chichando con el padre de quien se convertiría en su hermana y salió corriendo a contárselo a todos los vecinos (bueno, solo se lo contó a dos vecinas, pero eran bien chismosas, así que se lo contó a todo el mundo por asociación). Disculpen, eso es parte de mi identidad y no tiene tanto que ver con ser o no ser de Mayagüez. Ser o no ser de Mayagüez tiene que ver más con el edificio porque ese edificio ya no existe, pero si existen memorias de él porque existo yo y otras personas que, asumo yo, también son Mayagüezanas. 

El Colegio está en Mayagüez. Entonces, ser o no ser de Mayagüez también implica, en teoría, estudiar en el Colegio. Anhelar estudiar en el Colegio. Temerle a la posibilidad de estudiar en el Colegio. Temerle aún más a la posibilidad de no estudiar en el Colegio. Ir a la escuela y toparse con maestros que te meten en la cabeza la idea de que nunca llegarás a estudiar en el Colegio porque simplemente “no das la talla”. Trabajar en el Colegio. Ir a caminar a la pista del Colegio. Pensar que el Colegio es feo (no es mi pensar pero estoy tratando de ser exhaustiva dentro de mis posibilidades ya que esto es una entrada de blog y no quiero aburrirlos ni pasarme de cierta cantidad de palabras, pero también quiero que diferentes tipos de subjetividades Mayagüezanas se vean representadas en mis palabras). Puñeta, ya perdí el hilo… 

Ajá. Ser de Mayagüez es crecer sabiendo lo que es el Colegio. Es crecer sabiendo que el Colegio está ahí, en Mayagüez, cerca de Terrace y del Town Center y de Miradero y de la AIC y de el Ensanche Ramírez y del Church’s que antes era un Tastee Freeze y de la escuela vocacional y de la cervecería India y del Ensanche Martínez (popularizado por la Calle Bosque y El Garabato) y del Parque de los Próceres y del Palacio de Recreación y Deportes y del Barrio París y de la Panadería de Chiqui en el Barrio Balboa, de la cual no recuerdo el nombre, pero creo que así se llama o se llamaba el dueño… Bueno, ustedes entienden. El Colegio es grande y queda cerca de muchos otros lugares de renombre. El punto es que ser de Mayagüez generalmente significa que conoces que el Colegio está allí, sea o no sea dicha entidad accesible y/o deseable para ti. El Colegio está en Mayagüez. 

Pues, luego de anhelar y temer, yo estudié en el Colegio a pesar de que muchos maestros me dijeron a lo largo de los años que nunca podría. Eso me hace Mayagüezana y Colegial. ¿Van viendo cómo las identidades mutan y se vuelven compuestas? ¡Quién lo hubiera pensado! 

Hice una pausa aquí para llamar a mi padre y preguntarle el nombre de la panadería de Chiqui. Se llamaba La Nueva Bakery y ya no existe. Me puse triste. Luego sigo escribiendo. 

Con tristeza y mucho sueñito,
Karla

LA SILLA SIN BRAZO Y OTRAS AUSENCIAS INCONSECUENTES.

Aviso: Esta entrada es fragmentaria.

Un día, hace mucho tiempo, empaqué toda mi vida y me fui.

Sabía que tendría que regresar a la ciudad algún día. Pero me daba mucha pereza pensar en ese futuro. Tuve que buscar formas de engañar a mi psicosoma—a mi cuerpo-mente-alma—de sobornarle. Pensé en todas las figuraciones futuras que pude, tratando siempre de construir las ecuaciones relacionales más perfectas posibles, aquellas que me hicieran sentir segura, para que así me emocionara el regreso. Eventualmente decidí que la única cosa que me haría feliz sería un sillón reclinable de la marca La-Z-Boy. El deseo trabaja de formas misteriosas.

Entusiasmada ante la posibilidad de la comodidad, comencé a investigar la situación. Aprendí que los La-Z-Boys son carísimos y que la quiebra sería inevitable. No sé que carajo estaba pensando cuando decidí desear un sillón reclinable si bien sé que el ocio y todas sus herramientas cuestan un ojo de la cara. ¿Me merecía este lujo? Lo encontré muy Católico cuestionarme si merecía descanso y relajación. Admito que de tanto auto-flagelarme mientras investigaba los diferentes tipos de reclinadores, rompí un record mundial en suspiros frustrados. Pero yo quería el bendito sillón. No. Lo necesitaba. Necesitaba curar un espacio exclusivo para lectura y naps. Mi tren de pensamiento era el siguiente: si curo un espacio para mis dos pasiones más pasionales (leer y dormir), seré, indiscutiblemente, feliz.

Determinada, comencé a ahorrar dinero para comprarme mi silloncito. La cosa estaba difícil porque un sillón reclinable de la marca La-Z-Boy cuesta unos mil dólares—y eso es si lo encuentro en especial y le pongo un cover barato. Mi mísero sueldo graduado no alcanzaba para tanto. Los doctorados, entre todo lo bueno y lo malo que tienen, suelen estar diseñados para personas pudientes—o al menos así se siente a veces. Pensé irme en un viaje definiendo la palabra “poder”, pero decidí limitar las tangentes del día para no abrumarme a mí misma con tanta verbosidad. Aún así, me explico un poco:

Los programas graduados no suelen tomar en consideración las posicionalidades y/o interseccionalidades sociopolíticas de sus estudiantes porque ese tipo de consideración es, asumo, anti-meritocrática. El argumento institucional, asumo nuevamente, es que el deber (entiéndase: el deber de la institución, que puede ser o no ser académica, este argumento es transferible a otros contextos) es tratarnos a todes por “igual”. Encuentre usted el error en esa ecuación abstracta. No es tan difícil hacerlo. Ni la ecuación tan abstracta. Me explico un poco más:

La igualdad y la equidad son dos estados materiales muy diferentes. La diferencia, desde mi perspectiva, es que uno es performático y el otro no existe.

Pero, para no perder el hilo, sigamos en el mismo tren—o, mejor dicho, en el mismo carril:

La meritocracia es un sistema obsoleto que sólo beneficia a aquellas personas que ya tienen suficiente capital acumulado para no sufrir las austeridades y explotaciones sociales que puedan surgir en “x” o “y” lapso de tiempo debido a “x” o “y” circunstancia. Sí, las personas pudientes—y repito que no voy a definir en esta entrada la “pudiencia”, quizás después—sufren explotaciones laborales también. En ese aspecto, la academia es igualitaria. Mi argumento esta verdaderamente atado a las siguientes preguntas, para las cuales, les advierto de antemano, no ofrezco respuestas: ¿Quién de verdad sufre las consecuencias de esas explotaciones a la larga? ¿Quién tiene acceso a la recuperación luego de haber sido explotado? ¿Quién tiene acceso—punto—a una vida digna dentro de los sistemas laborales existentes? Etc., etc., etc..

Pero no entremos en eso ahora porque no vale la pena irnos por ese túnel tan largo y oscuro. El sistema no va a cambiar, al menos no por mucho tiempo. Además, a estas alturas, ya yo estoy acostumbrada a estas mierdas. Yo hago mi trabajo porque me gusta enseñar, no porque me hallan prometidos millones de “x” o “y” cosa (dinero, prestigio, etc.). Ahora, sepan que yo estoy muy consciente de que esa mentalidad del “me gusta mi trabajo” es bien perniciosa (entiéndase: dañina) porque las instituciones, especialmente aquellas que operan bajo “éticas” neoliberales, o lo que sea que viene después de lo neoliberal, terminan aprovechándose de la buena voluntad de la gente buena para “regalarnos” botellas mientras ellos se chupan las chinas (para los que están usando Google translate para leerme: chi-nas es como decimos “naranjas” en Puerto Rico). Uso ellos adrede.

Para mover la narrativa más rapidito porque, como ya saben los que me leen consistentemente, siempre me voy en una tangente dramática, les cuento que no me compré un La-Z-Boy. Estaban muy caros y preferí invertir mi dinero en una cama cómoda para una persona de mi edad y tamaño. Estas cositas—o sea, estos “lujos”—hacen la diferencia y es por eso que las inequidades sociales son una mierda. El clasista (y este personaje social viene de todos los tamaños, colores y clases sociales—hasta yo me lo he encontrado haciendo laps en la piscina olímpica de mi inconsciente) nunca se sienta a pensar que quizás durmió mejor que sus pares menos acomodados y que a veces eso—el dormir bien—es la diferencia entre salir o quedarse en algún hoyo metido. Al menos eso aprendí viendo Survivor durante la pandemia.

Ahora, sí me compré un sillón. Excepto que mi sillón reclinable no es sillón porque no se mece. En todo caso, es una silla. A la silla le falta un brazo—porque es la mitad de un sofá que se reclina. Para disimular sus carencias, le puse una mesita bien bonita en el lado donde no tiene brazo y es allí donde acomodo todos los libros que estoy leyendo o contemplando leer en el futuro inmediato. La silla me costó $150 en el outlet de Rooms To Go y es la cosa que más felicidad me da en todo mi apartamento. ¡Es comodísima! Así que no tiene nada que envidiarle a un La-Z-Boy que probablemente tiene que soportar muchos peos de algún hombre rico y vago. Yo no me tiro peos en mi silla. Por ahora. Pero bueno, creo que siempre sí logré mi objetivo, aunque haya sido en términos diferentes a los intencionados. Mi silla sin brazo me ha ensañado que algunas ausencias son inconsecuentes.

Con esa lección personal, me despido. Espero que tenga un domingo muy relajante. Mi consejito para estudiantes graduados (y para escritores y/o artistas y/o personas que se dedican a algo y/o trabajan mucho) es que creen espacios de ocio en sus hogares. Son necesarios para el éxito.

Abrazos a medias, por aquello de no contagiarnos de Covid (¡la variante delta está arrasando!) y morirnos antes de poder decorar nuestros espacios caseros con esquinitas de placer,

Le gordibiris de la silla incompleta.