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BOLSAS

Desde pequeña, se me hace difícil conseguir ropa. Durante mi juventud en Puerto Rico, mi familia recibía en su hogar muchas bolsas de ropa usada en buenas condiciones para donar. Yo siempre hurgaba el botín para ver si encontraba algo que me sirviera antes de que el mismo llegara a su destino final.  Entre las piezas, siempre había zapatos, correas, pantaloncitos, falditas, trajecitos, blusitas. A veces habían carteras y yo aprovechaba para irme de shopping porque, como siempre he sido gordita, eran muy raras las veces en las que la ropa en cuestión me servía (y cuando dije “muy raras” en realidad quise decir “nunca”).

En mi camino por esta vida tan cuadriculada, admito que se me ha hecho bastante difícil desarrollar un estilo de moda personal. Hay dos razones claves que me han impedido este logro. Primero, la ropa para cuerpos como el mío escasea bastante en los centros comerciales y tiendas de segunda mano por igual. Segundo, el verdadero problema es que la ropa para cuerpos grandes, especialmente la ropa bonita y de buena calidad, es carísima. No creo que estas observaciones les sean sorprendentes. Sin embargo, en estos momentos de tanto malestar global, tener esta preocupación en la mente, sonará como algo bien pendejo y quizás lo es. Ahora, yo sostengo que la cultura Boricua es una cultura de emperifollaera, y por ende, la meta siempre es salir a la calle, como bien me dijo alguna vez una de mis tías, “a la moda aunque me joda”. Todavía sigo ponderando esta consigna con la esperanza de que su verdadera sabiduría se manifieste cuando menos lo espere y/o más lo necesite.

Hablando de familia, recientemente hablé por teléfono con mi abuela que, de hecho, también solía recibir mucha ropa de segunda mano para donar. Durante mi conversación con ella, surge el tema de la importancia que se le da a las apariencias físicas en Puerto Rico. Una porción significativa de mis traumas más encuerpados, han surgido en espacios en los cuales no me he sentido aceptada por quién y cómo  soy. Más allá de mi gordura y de las formas tan polarizadas en las cuales he performeado mi género a través de los años—como bien saben los que me conocen, este péndulo se sigue meciendo—las dinámicas sociales del buen gusto y estilo, amarradas como están al dinero y la influencia, también me han marcado de una forma no tan subliminal. El clasismo endémico del archipiélago es insidioso y variado, pero siempre resurge en los lugares menos idóneos: en dinámicas familiares, en la intimidad de una amistad, en las escuelas y los trabajos y hasta en los espacios públicos que se supone sean para el disfrute categórico de todas las personas.

Le comenté a un amigo recientemente que yo he tenido el gran “privilegio” de experimentar varias esferas sociales a lo largo de mi vida y en todas he visto las mismas opresiones manifestarse de formas variadas, pero igualmente nefastas. Este disque privilegio también es endémico de Puerto Rico, ya que el estado de crisis constante, hace que las dinámicas sociales y económicas fluctúen rápidamente. ¿Cómo nos curamos de los sesgos y prejuicios? ¿Cómo entonces salimos de este hoyo deconstructivo si en todos los tiempos y espacios nos vemos en peligro de caer en él? No tengo respuestas, pero tampoco importa porque esta entrada de blog no es sobre clasismo ni sobre Puerto Rico ni siquiera sobre belleza. Esta entrada es sobre bolsas de ropa.

Cuando llegó la primavera a Georgia, decidí simplificar mi vida. Comencé por los libreros porque tengo más libros que tiempo y energía. Por motivos de trabajo, y porque le debo descanso a mi cuerpo que día a día batalla con varias enfermedades crónicas, muchas de ellas “invisibles”, mis limpiezas son desorganizadas y eternas. Por varias semanas, mi cuarto estuvo en un estado crítico que se me asemejó al estado en el cual mi madre, de quien heredé varios de mis malestares, mantenía su propia casa. Ver mi espacio personal transformado en esta fotografía mental me llevó a entender muchas cosas sobre el malabarismo social. El llanto siempre es catarsis; las limpiezas también. Por ende, desde que culminó el semestre académico, me he dedicado lo más posible a reestructurar mi existencia y los espacios que ésta habita. Esto no es una metáfora para la identidad, aunque bien podría serlo, pero me refiero a que he vuelto mi atención al hogar y a los espacios físicos en los cuales los espacios metafísicos se manifiestan.  

A principios de este mes, en buena compañía, asistí a un evento de comedia de quien es actualmente mi comediante angloparlante predilecta: Hannah Gadsby. Gracias a este show, llevo varias semanas haciéndome la misma pregunta cada vez que me siento abrumada: ¿Quién quiero ser? No fue hasta que comencé a llevar una bitácora de mi Yo actual, bajo la recomendación de una profesora de escritura creativa con la que compartí por unas cuantas horas, que me percaté que el hacerme esta pregunta me estaba causando más ansiedad aún. El tiempo futuro es para mí motivo de ansiedad. He llegado a la conclusión de que la combinación de mis más grandes pesares, principalmente las demandas presentistas de mi dolor crónico, me han ocasionado un exceso de pasado.

Hace dos días atrás, quizás, por fin entendí y acepté a cabalidad que aferrarme a tanta cosa—material y espiritual—me estaba forzando a cargar más peso de lo que mis rodillas y psiquis pueden soportar, creando un tipo de aspiradora temporal que no me permite visualizar un destino más allá de un mañana donde el presente y el pasado se enreden nuevamente en una relación tóxica, ocluyendo toda potencialidad futura. Fue entonces cuando me di a la tarea de embolsar lo viejo y pasarlo pa’lante. Gracias a esta revelación tan reveladora, tengo en mi cuarto mis primeras bolsas de ropa usada para donar. Luego de muchas horas de revisión cuidadosa, puedo decir con orgullo que todas las piezas están en excelente estado y son de tallas grandes. Estos pantalonsotes y camisotas abrazaron mis chichos por muchos años. Me toca darle las gracias a esa herencia que no es necesariamente genética, sino de esa que uno absorbe como por ósmosis, ya que esta ropita (¿ropota?) prontamente abrazará a muchos otros chichos más. El pasado de alguien es en ocasiones el futuro de alguien más—y eso es bonito, ¿no creen? Blindada con esta nueva perspectiva, seguiré poco a poco despejando mi closet para poder entonces volver a contemplar la pregunta de los setenta mil chavitos: ¿Quién quiero ser?

Cariñitos y cariñotes,

Una bolita Savoy despojada

CAJAS III

Buenas, lectores. Primero que nada, ¡Feliz Año! Espero que el mismo les traiga prosperidad, salud y placeres previamente inimaginables. Hoy les traigo mis más recientes pensares ya que el 2022 ha traído consigo todo tipo de cosas, entre ellas experiencias nuevas para disecar.

Mientras limpiaba mi habitación, la cual estaba hecha mierda ya que los “winter blues” siempre me visitan, me topé con la caja vacía de los últimos zapatos que compré: unos “loafers” marca UGG que son disque “gender-neutral”. A pesar de que me hacen sentir bien básica, especialmente cuando los acompaño con un cafecito de Starbucks, admito que los amo porque son cómodos y calientitos. El invierno de Atlanta no es tan malo como los inviernos de Massachusetts e Illinois, pero esta sangre Boricua los resiente de todas formas.

Ahora, los zapatos y los inviernos son irrelevantes aquí. Lo que importa de verdad es la caja vacía en la cual vinieron los zapatos, los cuales compré online porque los malls (entiéndase, moles) me dan estrés. En buen puertorriqueño, la cajita está chula. Es robusta y está bien hecha. Tan pronto la vi, se me llenó la mente de posibilidades. Por ejemplo:

Coño, aquí podría guardar algunas de mi libretas.

Puñeta, no, aquí podría guardar mis esmaltes y otras herramientas que uso para hacerme las uñas…

Carajo, aquí podría guardar…

MIERDA. Me cago en na’. Yo sé que si me quedo con la bendita caja lo que voy a meterle adentro en mierda. Papeles viejos con poemas que nunca voy a publicar; caricaturas que dibujé mientras escuchaba a mis profesores hablar de algún concepto esotérico que de alguna forma explica alguna realidad cuasi-universal; y quizás recibos de la última vez que fui a Chick-fil-A a comer pollo satánico (lo cual admito ocurre entre 2-5 veces al año—que me perdone Dios, la virgen y toda la gente cuir del mundo. Amén.).

Mientras admiraba la caja, contemplaba el siguiente predicamento: ¿Cuál es el valor de vivirme una película de bajo presupuesto? En la misma, conozco a una persona en un “dating app”. Me monto en mi carro y guio una hora para conocerle. Nos damos hasta dentro ‘el pelo. Me enchulo como no hacía hace años. Le pregunto que quiere de mí y me contesta “sexo”. Entonces me toca tomar todas estas cartas de amor y lujuria que yo le había escrito prematuramente a esta persona y metérmelas en el culo. O sea, meterlas en la caja bonita que en realidad no es nada más que un contenedor de cartón donde vinieron unos zapatos feos pero cómodos. Medito. Contemplo aceptar la propuesta, pero mejor decido que mi tiempo es oro y que no me pienso dar el lujo de sentarme a escribir guiones que no vayan a ganar Oscares. Después de todo, yo soy un mujerón. Que diga, la protagonista de la película sería un mujerón, bicha como ella sola, gorda y fabulosa como la Venus y, de paso, se sabe dar su puesto. Esto de escribir historias sobre mujeres gordas que aceptan migajas es cosa del pasado. También es una falacia. Yo estoy gorda porque cuando me como el pan, me como el bollo completo y no dejo residuos. Carajo. Que diga, Amén.

Cuando pienso en todos los sistemas sociales, económicos y políticos que estructuran nuestro diario vivir, me doy cuenta que los mismos son como el cuco. El cuco no tiene cara ni cuerpo y, dependiendo quien esté contando el cuento, sus intensiones varían. Por ejemplo, según mis bisabuelas, que en paz descansen porque en poder vivieron, el cuco secuestra niñes que no se bañan. A pesar de su inmaterialidad, en mi niñez, el poder de la palabra “cuco” arruinó muchas de mis mejores noches – esas en las cuales el sucio bajo mis uñas significaba que había estado todo el día en la calle, encaramada en cuanto árbol había en la urbanización, entre otras aventuras para “niños”. Ahora que lo pienso, en mi niñez, pocas veces tuve un grupo de amistades niñas. De hecho, siempre solía ser la única niña en un grupo de varones. Me tocará contemplar esa vivencia en un futuro blog post.

Pasa una semana y mi cuco es un hombre guapísimo y brillante y el hecho de que su futuridad y la mía no existen en la misma dimensión. Mas al fin de cuentas, y luego de un poco de una persuasión cuasi-romántica de índole nostálgico, porque el bien cabrón sabe lo que hace, boté la caja pero me quedé con el cuco. Después de todo, descubrí que “sólo sexo” también puede ser tremenda producción. Creo que a eso le llaman porno y tengo entendido que puede ser ética, dejar chavos y hasta ganar premios. Y tu cuco, ¿a ‘onde está?

Hasta la próxima.

Con lujuria, pero que me perdone Dios,
La zorra de los palos

#YoSinLaUPR: Parte I

YOSINLAUPR

Llevo ya varias semanas contemplando lo que diré en esta entrada. Siempre se me ha hecho fácil el acto de sobre-pensar situaciones. A veces sobre-pienso porque estoy honrando los mandatos de mi intuición. A veces sobre-pienso porque estoy amarrada a la voluntad de mi ansiedad generalizada. A veces sobre-pienso por placer también.

A este último estado psicosomático yo le llamo contemplación

Llevo ya varias semanas contemplando lo que diré en esta entrada. Lo que sea que diga, claramente, no se me hará fácil. La facilidad está sobrevalorada.

 A esa última oración yo le llamo consuelo

Debido a que el estado de contemplación y/o sobre-pensamiento en el cual me encuentro actualmente es tan intenso, he decidido publicar esta pieza en viñetas. Aquí está la primera. 

La UPR, más que una entidad, es una identidad. Como oyó. Al menos eso creo. La palabra identidad puede o no que esté sobrevalorada en este y/o en muchos contextos, pero en estos momentos me parece muy apropiada. No sé aún por que. Espero lograr descifrarlo en uno o dos párrafos más.

¿Sigue conmigo? Siga aquí o no, francamente no le prometo nada. Esta entrada no es tan maravillosa. Es domingo, de noche y estoy muy cansada. Por ende no me voy a poner la presión de resolver este enigma social, si es que se le puede llamar así. Mi intención con escribir esta entrada es la siguiente: contestar la siguiente pregunta: ¿por qué carajo he decidido insinuar que la UPR es una identidad? 

Mi Alma Mater, el Colegio (UPRM), está ubicado en Mayagüez. Yo nací, me crié, reí, lloré, amé, odié, y muchos más verbos oposicionales y/o neutros que me da mucha pereza escribir, en Mayagüez por la mayor parte de mi vida. Es un fenómeno bastante común que los lugares se interioricen y se transformen en, podríamos decir, identidades (por ejemplo: puertorriqueño, Americano, marciano, etc.). Entonces, ser de Mayagüez es una de mis identidades, o al menos es parte de mi identidad. He aquí una oración declarativa en la cual expreso mi identidad: Yo soy Mayagüezana. Por si quedaba alguna duda. 

¿Qué significa ser de Mayagüez? Bueno, una mejor pregunta sería: ¿qué podría significar ser de Mayagüez? Pero vamos a presumir que estoy contestando la primera porque así la gramática no me da tanto trabajo. Llevo ya mucho tiempo fuera. Pero vamos a lo que vinimos…

¿Qué significa ser de Mayagüez? Pues ser de Mayagüez significa saber la diferencia entre llamar a la playa de El Seco “playa” o decirle “mojón beach”. Significa saber que por esa playa hay un campo de pelota donde solían haber festivales de chiringa. Significa saber que había una vez y dos son tres, en la calle Post, existió un edificio que se llamaba “Los Miranda”. El mismo estaba ubicado justo al lado del cementerio viejo, el cual fungía como patio de recreo para les peques que allí residían. Significa saber que en ese edificio vivió hace ya mucho tiempo una niña gordita y malcriada que mangó a su mamá chichando con el padre de quien se convertiría en su hermana y salió corriendo a contárselo a todos los vecinos (bueno, solo se lo contó a dos vecinas, pero eran bien chismosas, así que se lo contó a todo el mundo por asociación). Disculpen, eso es parte de mi identidad y no tiene tanto que ver con ser o no ser de Mayagüez. Ser o no ser de Mayagüez tiene que ver más con el edificio porque ese edificio ya no existe, pero si existen memorias de él porque existo yo y otras personas que, asumo yo, también son Mayagüezanas. 

El Colegio está en Mayagüez. Entonces, ser o no ser de Mayagüez también implica, en teoría, estudiar en el Colegio. Anhelar estudiar en el Colegio. Temerle a la posibilidad de estudiar en el Colegio. Temerle aún más a la posibilidad de no estudiar en el Colegio. Ir a la escuela y toparse con maestros que te meten en la cabeza la idea de que nunca llegarás a estudiar en el Colegio porque simplemente “no das la talla”. Trabajar en el Colegio. Ir a caminar a la pista del Colegio. Pensar que el Colegio es feo (no es mi pensar pero estoy tratando de ser exhaustiva dentro de mis posibilidades ya que esto es una entrada de blog y no quiero aburrirlos ni pasarme de cierta cantidad de palabras, pero también quiero que diferentes tipos de subjetividades Mayagüezanas se vean representadas en mis palabras). Puñeta, ya perdí el hilo… 

Ajá. Ser de Mayagüez es crecer sabiendo lo que es el Colegio. Es crecer sabiendo que el Colegio está ahí, en Mayagüez, cerca de Terrace y del Town Center y de Miradero y de la AIC y de el Ensanche Ramírez y del Church’s que antes era un Tastee Freeze y de la escuela vocacional y de la cervecería India y del Ensanche Martínez (popularizado por la Calle Bosque y El Garabato) y del Parque de los Próceres y del Palacio de Recreación y Deportes y del Barrio París y de la Panadería de Chiqui en el Barrio Balboa, de la cual no recuerdo el nombre, pero creo que así se llama o se llamaba el dueño… Bueno, ustedes entienden. El Colegio es grande y queda cerca de muchos otros lugares de renombre. El punto es que ser de Mayagüez generalmente significa que conoces que el Colegio está allí, sea o no sea dicha entidad accesible y/o deseable para ti. El Colegio está en Mayagüez. 

Pues, luego de anhelar y temer, yo estudié en el Colegio a pesar de que muchos maestros me dijeron a lo largo de los años que nunca podría. Eso me hace Mayagüezana y Colegial. ¿Van viendo cómo las identidades mutan y se vuelven compuestas? ¡Quién lo hubiera pensado! 

Hice una pausa aquí para llamar a mi padre y preguntarle el nombre de la panadería de Chiqui. Se llamaba La Nueva Bakery y ya no existe. Me puse triste. Luego sigo escribiendo. 

Con tristeza y mucho sueñito,
Karla

ESTE PAÍS ES INHÓSPITO.

Esto es una entrada improvisada porque me tengo que sacar algunas cosas de adentro. De una vez aprovecho para utilizar por fin la ilustración adjuntada, la cual hice hace ya muchos meses. Es un auto-retrato para el cual me visualicé como una Karen por aquello de tratar de entender algunas cosas. No entendí nada, pero disfruté imaginarme en ese contexto de todas formas. Mis disculpas de antemano a todas las mujeres que conozco que se llaman Karen, quienes son personas bastante agradables y bondadosas. La Karen que ilustro en esta entrada con un tono un tanto exagerado y satírico (valga la aclaración), no las representa. La Karen ilustrada en esta narrativa necesita ir a terapia y/o someterse a un exorcismo. Digo eso con todo el amor que me es posible redirigir hacia ellas—que no es mucho, pero está presente. Esto será relevante luego.

Comienzo:

Es jueves (en realidad hoy es sábado, pero escribí este párrafo el jueves). Mi cama está regada y no me da la gana vestirla. Toda mi ropa negra está amontonada en un esquina de mi habitación y no me apetece recogerla. Hay libros, libretas y otros útiles escolares apilados encima de cada mesa y estante que tengo en mi cuarto. Hay aún más cosas encima del escritorio que odio y que nunca uso. Lo voy a vender, decido.

Esta semana ha sido una de mucha contemplación. Admito que se me ha hecho difícil existir más allá de mi estado natural como ser sobre-pensante. Ando en auto-piloto, componiendo secuencias rítmicas en mi cabeza que me hagan sentir humana porque la otra opción es sentirme fantasma. Me miro en el espejo y trato de encontrar a la muchacha optimista que regresó a la ciudad con paso firme. Sigue aquí, pero está cansada.  No hará nada por unos días para recobrar energías. Trabajará lento. Escribirá poco. Se reirá mucho porque ha aprendido que algunas medicinas viven dentro de ella misma. Virará los ojos ante sus cursilerías—cursilerías como este párrafo—porque nadie nunca le enseñó muy bien como manejar el cinismo y porque el nihilismo francamente ya tiene que pasar de moda (¡qué pereza!). Escribirá sobre ella misma en tercera persona. Cuestionará si debe subir esta entrada porque la está escribiendo a último minuto (y porque le tiene miedo a la controversia). La subirá a pesar del miedo porque algunas cosas hay que hablarlas sin pelos en la lengua.

Confieso:

El martes fue un día particularmente retante. Empezó bien—dentro de lo que cabe.  Para poder hablar del tema, voy a distanciarme lo más posible de mi misma para tratar de pintar con palabras otras posiciones diferentes a las mías. Pero primero, déjenme enseñarles un poquito mi realidad:

Eran las 10 de la mañana y estaba tirada en la cama (porque era martes y suelo permitirme dormir hasta tarde los martes) cuando recibo un mensaje de mi hermana dándome los buenos días. Me emociona saberme pensada. Le contesto y entablamos nuestras posiciones: ella está siendo madre y yo estoy tirada en la cama como una morsa. Le pregunto como está. Se tarda en responder. Me asusto. Le escribo de nuevo: “Nena, ¿estás viva?” Ella me responde: “Sí. Te quiero contar algo es. ¿Te puedo llamar?” Algo pasó.

Consideren la siguiente posición:   

Es mi pensar que muy pocas personas dejan su terruño por que sí. Casi siempre hay motivos particulares para irse. En el caso de la migración Boricua actual, ese motivo es la crisis (la cual no definiré en esta entrada, en parte porque pienso que no es necesario). Algunos dirán: “¡Ay! ¡Pero Puerto Rico siempre está en crisis!” A lo que respondo: “Por eso siempre se migra.”

Cuando mi hermana me dijo que migraría, no supe que decirle. Francamente, sus deseos—o mejor dicho, su necesidad—me paralizó. Ella me lee (y es mi audiencia predilecta), así que me dirijo a ella:

Cuando me dijiste que te mudarías, me asusté mucho. Este país es inhóspito. Aclaro: en este país hay de todo—cosas buenas, malas y otras que son indefinibles en el espectro moral—pero lo más que hay son bestias salvajes. Este lugar es una jungla. Debí decirte: “¿Haz escuchado alguna vez sobre la Karen?”

Las mujeres que tuviste que batallar en ese parque han sigo catalogadas con el nombre científico: Karen Xenofobicus Racistus Pendejicencis (sí, tuvieron que ponerle ese nombre tan largo para poder acaparar toda su frivolidad y malicia). En palabras finas, son unas c*b****s. Van por la vida vestidas de blanco, haciéndose las victimas y fastidiándole la existencia a toda persona que este haciendo nada más que existir y respirar cerca de ellas. Sus presas suelen ser (in)migrantes, las personas catalogadas acá, en EEUU, como “PoC (person of color—en español, personas de color, entiéndase: personas que no son blancas), al igual que cualquier otra persona que se encuentren mal parada, asumo yo (aclaro: “mal parada” desde su perspectiva). Son particularmente peligrosas para las personas negras y es por eso que tu hija, sintiendo el peligro, inteligentemente corrió a esconderse en la casita de la chorrera. La Karen es una de las criaturas más salvajes que existen en este país. Lamento que te hallas encontrado de frente con esas cuatro mujeres blancas. ¡Qué pereza!

Valga la aclaración: No todas las mujeres blancas son Karen, pero todas las Karen, hasta ahora, son blancas.

Lamento tanto no haberte hablado más abiertamente sobre esta criatura, pero estaba tratando de protegerte. Al menos, en mi ignorancia, pensé que te estaba protegiendo. La realidad es que no quería que sintieras miedo al mudarte ya que entendía muy bien el hecho de que necesitabas este cambio para ti y para tus hijes. Pero bueno, ya qué carajo, si de todas formas te tocó vivir esta odisea. Tus hijes aprenderán de esta experiencia tanto como tú ya haz aprendido. En pocas palabras: batallas como estas te llevarán a evolucionar como Pokemon. Después de Charizard, tú.

Tu hijo cambiará también. Las pesadillas sobre el evento se transformarán en otra cosa. Por ejemplo, en determinación. Aprenderá inglés más rápido porque es un niño bondadoso y querrá utilizar las palabras como arma de verdad. Tu hija, al estar tan pequeña, olvidará con el tiempo las risas feroces de esas hienas. Al menos eso es lo que deseo para ella—que el tiempo haga su trabajo y la proteja. Tú también serás más sabia ahora que entiendes que lo único que la policía hará ante el acoso de las Karen es decirte a ti que te vayas a tu casa mientras las bestias gritan y mienten desde alguna esquina. Esto es un problema social para el cual no veo solución inmediata. Por ende, te toca aprender que algunas batallas no valen la pena. Como siempre digo: “A veces perdiendo se gana.” Safety first, baby. La seguridad es primero.

Lo último que diré, lo digo porque estos son los valores que nos traemos desde nuestra pmatria—los que nos enseñaron nuestres ancestres: no importa lo que pase, siempre ten compasión y empatía. Esas mujeres necesitan ayuda a la cual no tienen acceso porque este país las reproduce intencionalmente. Las empobrecen y las oprimen y las llevan a competir por recursos que no existen. Así es que funciona la opresión: gracias a fantasías raciales y espejismos económicos.

Repito, recuerda que no todas las mujeres blancas son Karen. De hecho, muchas de ellas son amigables y dadas. Pero, lamentablemente, no es siempre fácil discernir quién es una fiera y quién es una amiga. Se observadora. Confía en tus instintos y en tu intuición. Recuerda también que lo que te dijeron no es cierto: tú sí perteneces aquí. Tú también tienes derecho a ocupar espacio. Tú también eres Americana, si es eso lo que deseas ser. Y si a las Karen no les gusta que estés aquí, pues que le hagan un favor a Puerto Rico y protesten por su liberación. Así no tenemos que mudarnos. Sólo digo. Yo no sé como a ellas no se les ocurren estas soluciones tan obvias.

Te amo, bruja. Siempre con la frente en alto, ¿oyó? xoxo

Bueno, ese fue mi drama de la semana. Curiosamente, esta entrada terminó siendo muy diferente a la que tenía en mente… Terminó siendo medio mamística—o sea, la forma literaria que terminé reconstruyendo es la forma popularizada en las redes sociales por la figura pública que fue mi madre, quien era famosa por escribirle cartas dramáticas a sus hijes por Facebook. (Le atribuyo ese título en este espacio porque si usted conoció a mi madre, usted sabe que ella vivió su vida como si fuera una figura pública local.) Esas cartas solían darme un poco de vergüenza porque siempre eran bien personales, pero ahora entiendo. En la distancia, ella estaba, como siempre, tratando de ser nuestra más grande maestra. El amor a distancia es creativo. Comparto esta carta en mi blog porque tengo el presentimiento que quizás otras personas además de mi hermana necesiten leerla. La Karen nos afecta a todes.

Pero bueno, si quieren leer más sobre la figura de la Karen, Edcel J. Cintrón González escribió sobre ellas en esta antología.

La próxima entrada será sobre la odisea que fue conseguir un mapo en Atlanta porque a mi también me gusta ser frívola de vez en cuando.

Qué tengan un lindo domingo,
Karlié de las Casas  

LA SILLA SIN BRAZO Y OTRAS AUSENCIAS INCONSECUENTES.

Aviso: Esta entrada es fragmentaria.

Un día, hace mucho tiempo, empaqué toda mi vida y me fui.

Sabía que tendría que regresar a la ciudad algún día. Pero me daba mucha pereza pensar en ese futuro. Tuve que buscar formas de engañar a mi psicosoma—a mi cuerpo-mente-alma—de sobornarle. Pensé en todas las figuraciones futuras que pude, tratando siempre de construir las ecuaciones relacionales más perfectas posibles, aquellas que me hicieran sentir segura, para que así me emocionara el regreso. Eventualmente decidí que la única cosa que me haría feliz sería un sillón reclinable de la marca La-Z-Boy. El deseo trabaja de formas misteriosas.

Entusiasmada ante la posibilidad de la comodidad, comencé a investigar la situación. Aprendí que los La-Z-Boys son carísimos y que la quiebra sería inevitable. No sé que carajo estaba pensando cuando decidí desear un sillón reclinable si bien sé que el ocio y todas sus herramientas cuestan un ojo de la cara. ¿Me merecía este lujo? Lo encontré muy Católico cuestionarme si merecía descanso y relajación. Admito que de tanto auto-flagelarme mientras investigaba los diferentes tipos de reclinadores, rompí un record mundial en suspiros frustrados. Pero yo quería el bendito sillón. No. Lo necesitaba. Necesitaba curar un espacio exclusivo para lectura y naps. Mi tren de pensamiento era el siguiente: si curo un espacio para mis dos pasiones más pasionales (leer y dormir), seré, indiscutiblemente, feliz.

Determinada, comencé a ahorrar dinero para comprarme mi silloncito. La cosa estaba difícil porque un sillón reclinable de la marca La-Z-Boy cuesta unos mil dólares—y eso es si lo encuentro en especial y le pongo un cover barato. Mi mísero sueldo graduado no alcanzaba para tanto. Los doctorados, entre todo lo bueno y lo malo que tienen, suelen estar diseñados para personas pudientes—o al menos así se siente a veces. Pensé irme en un viaje definiendo la palabra “poder”, pero decidí limitar las tangentes del día para no abrumarme a mí misma con tanta verbosidad. Aún así, me explico un poco:

Los programas graduados no suelen tomar en consideración las posicionalidades y/o interseccionalidades sociopolíticas de sus estudiantes porque ese tipo de consideración es, asumo, anti-meritocrática. El argumento institucional, asumo nuevamente, es que el deber (entiéndase: el deber de la institución, que puede ser o no ser académica, este argumento es transferible a otros contextos) es tratarnos a todes por “igual”. Encuentre usted el error en esa ecuación abstracta. No es tan difícil hacerlo. Ni la ecuación tan abstracta. Me explico un poco más:

La igualdad y la equidad son dos estados materiales muy diferentes. La diferencia, desde mi perspectiva, es que uno es performático y el otro no existe.

Pero, para no perder el hilo, sigamos en el mismo tren—o, mejor dicho, en el mismo carril:

La meritocracia es un sistema obsoleto que sólo beneficia a aquellas personas que ya tienen suficiente capital acumulado para no sufrir las austeridades y explotaciones sociales que puedan surgir en “x” o “y” lapso de tiempo debido a “x” o “y” circunstancia. Sí, las personas pudientes—y repito que no voy a definir en esta entrada la “pudiencia”, quizás después—sufren explotaciones laborales también. En ese aspecto, la academia es igualitaria. Mi argumento esta verdaderamente atado a las siguientes preguntas, para las cuales, les advierto de antemano, no ofrezco respuestas: ¿Quién de verdad sufre las consecuencias de esas explotaciones a la larga? ¿Quién tiene acceso a la recuperación luego de haber sido explotado? ¿Quién tiene acceso—punto—a una vida digna dentro de los sistemas laborales existentes? Etc., etc., etc..

Pero no entremos en eso ahora porque no vale la pena irnos por ese túnel tan largo y oscuro. El sistema no va a cambiar, al menos no por mucho tiempo. Además, a estas alturas, ya yo estoy acostumbrada a estas mierdas. Yo hago mi trabajo porque me gusta enseñar, no porque me hallan prometidos millones de “x” o “y” cosa (dinero, prestigio, etc.). Ahora, sepan que yo estoy muy consciente de que esa mentalidad del “me gusta mi trabajo” es bien perniciosa (entiéndase: dañina) porque las instituciones, especialmente aquellas que operan bajo “éticas” neoliberales, o lo que sea que viene después de lo neoliberal, terminan aprovechándose de la buena voluntad de la gente buena para “regalarnos” botellas mientras ellos se chupan las chinas (para los que están usando Google translate para leerme: chi-nas es como decimos “naranjas” en Puerto Rico). Uso ellos adrede.

Para mover la narrativa más rapidito porque, como ya saben los que me leen consistentemente, siempre me voy en una tangente dramática, les cuento que no me compré un La-Z-Boy. Estaban muy caros y preferí invertir mi dinero en una cama cómoda para una persona de mi edad y tamaño. Estas cositas—o sea, estos “lujos”—hacen la diferencia y es por eso que las inequidades sociales son una mierda. El clasista (y este personaje social viene de todos los tamaños, colores y clases sociales—hasta yo me lo he encontrado haciendo laps en la piscina olímpica de mi inconsciente) nunca se sienta a pensar que quizás durmió mejor que sus pares menos acomodados y que a veces eso—el dormir bien—es la diferencia entre salir o quedarse en algún hoyo metido. Al menos eso aprendí viendo Survivor durante la pandemia.

Ahora, sí me compré un sillón. Excepto que mi sillón reclinable no es sillón porque no se mece. En todo caso, es una silla. A la silla le falta un brazo—porque es la mitad de un sofá que se reclina. Para disimular sus carencias, le puse una mesita bien bonita en el lado donde no tiene brazo y es allí donde acomodo todos los libros que estoy leyendo o contemplando leer en el futuro inmediato. La silla me costó $150 en el outlet de Rooms To Go y es la cosa que más felicidad me da en todo mi apartamento. ¡Es comodísima! Así que no tiene nada que envidiarle a un La-Z-Boy que probablemente tiene que soportar muchos peos de algún hombre rico y vago. Yo no me tiro peos en mi silla. Por ahora. Pero bueno, creo que siempre sí logré mi objetivo, aunque haya sido en términos diferentes a los intencionados. Mi silla sin brazo me ha ensañado que algunas ausencias son inconsecuentes.

Con esa lección personal, me despido. Espero que tenga un domingo muy relajante. Mi consejito para estudiantes graduados (y para escritores y/o artistas y/o personas que se dedican a algo y/o trabajan mucho) es que creen espacios de ocio en sus hogares. Son necesarios para el éxito.

Abrazos a medias, por aquello de no contagiarnos de Covid (¡la variante delta está arrasando!) y morirnos antes de poder decorar nuestros espacios caseros con esquinitas de placer,

Le gordibiris de la silla incompleta.

OLAS.

La semana pasada fue rarita. Los días fueron emocionalmente estáticos. Lo cual me asustó un poco porque, para mí, las emociones son olas, de la misma forma que los duelos son olas. Es por esto que, cuando la marea está en calma, mi corazoncito, adicto al fin al vaivén de la sobrevivencia, se persea y le busca la quinta pata al gato. Se le hace difícil a mi corazón aceptar que los gatos solo tienen cuatro patas. Qué está bien no percibir más allá de esa realidad cuasi-universal—porque al fin y al cabo, algunos gatos sólo tienen dos y es por eso que, cibórgicamente, sus humanos les instalan una sillita de ruedas. Mi corazón no ve esto porque mi corazón odia los números pares.

De paso, les pregunto su opinión: ¿Es el duelo una emoción o un afecto? (No me pregunten cual es la diferencia porque mi respuesta sería muy larga y serpentina.) ¿Es el duelo una circunstancia? ¿Un mar? Las olas son una ocurrencia marítima, así que me hace sentido que el duelo pueda ser un fenómeno oceánico. Todo es posible en esta vida tan rara.

Contemplé por un segundo identificar mi duelo como una “abstracción”, pero la realidad es que mi duelo eterno ha sido la cosa más real, más empírica y más encarnada que he tenido que sobrellevar en la vida. Es por esto que me atrevo a decir con certeza que, independientemente de sus otros estados fenomenológicos, el duelo es, objetivamente, una mierda.

Pero bueno, yo no vine a hablar de eso hoy.

Confieso:

La semana pasada dije que no estaba trabajando la tesis lo suficiente. Y por esa mentira, me pido perdón y me perdono. Amén. De trabajar, la trabajo todos los días. La trabajo cuando leo literatura puertorriqueña. La trabajo cuando trabajo mi duelo. La trabajo cuando hablo con mis panas sobre las cosas que están pasando en el país que ya no vivo pero que me sigue viviendo. La trabajo cuando me obligo a descansar para recobrar energías y, consecuentemente, mis ganas de escribir. De trabajar, la trabajo. Lo que estaba resistiendo era escribirla… Pero por ahí le voy, pasito a pasito, palabra a palabra, hasta que la vida y/o la muerte nos separen. Acepto.

Cambiando el tema (bueno, más o menos):

Escribir para que otras personas me lean es muy raro y es por eso que siempre trato de escribir para mí. Como me apetece ser genuina en este espacio, les confieso que me estoy dando a la tarea de no permitir que las personas y los algoritmos, ni sus percepciones, (sí, los algoritmos también perciben), cambien lo que he identificado como mi misión de vida: escribir todas las cosas que siempre he querido escribir. Decir todo lo que quiero decir. Hacer todo lo que quiero hacer antes de que el tiempo juegue su última ficha.

Confieso:

A mi no me gusta ser percibida. Me gusta ser fantasma, espectro, eco—de todo menos yo misma.

Por ende, ser genuina requiere que remueva las mil y una máscara que uso a diario para protegerme de las cosas que me dan miedito. A veces me da vergüenza admitir que tengo miedos porque soy una persona adulta. Soy toda una mujer. Y a veces toda un hombre. Y a veces un pedazo de pizza (de pepperoni). Pero el punto es: estoy en mis 30-2. Pensé que a esta edad ya no le tendría miedo a nada. Nadie me envió el memo que indicaba que a veces crecer es tener más miedos, no menos.

Francamente, no sé si es adecuado exponerme de esta forma y extirpar inconciencias viejas, como la muerte de mi madre, y apresentarlas—o sea, traer esas memorias ya inconscientes conmigo al presente para re-analizarlas, re-contextualizarlas (me—re-contextualizarme). Quizás aquí sólo vienen personas que quieren “tips and tricks” para sobrevivir escuela graduada o la diáspora o a uno mismo. Consejitos. Pragmatismos. Algranismos. Pero el diario vivir es complejo y yo quiero ser honesta sobre las cosas que han provocado que mi experiencia académica (y de vida) no sea una lineal (es decir, que no pueda ser representada por una línea recta). Podríamos tener conversaciones infinitas sobre como todas las personas pasan por anti-linealidades temporales, pero este blog no es sobre todas las personas, es sobre mí. El “blog” es un género bastante narcisito. Pero eso usted ya lo sabía, ¿no?

Espero que no me malinterprete. Haber tenido una experiencia no-lineal no necesariamente significa que haya tenido—o esté teniendo; no se ha acabado—una experiencia mala. Qué conste. Ni que yo fuera Thalía en María la del Barrio. Nada que ver. Pero pienso que la temporalidad doctoral interrumpida que ha tocado a mi puerta sin anuncio previo ha hecho que las intelectualidades a las cuales una vez me aferré se sientan ajenas. Algo así como de otro planeta. Ya no sé si amo mi trabajo de la misma forma. Tampoco sé si mi trabajo me ama. ¿Qué tiene el trabajo que ver con el amor? Creo que la respuesta es “nada”. Pero, me quería hacer la pregunta de todas formas, a ver si llegaba a conclusiones distintas. No llegué a ningún lado. Me quedé igual de pendeja.

Quizás está mal venir aquí a desahogarme de esta forma. Después de todo, soy una eticista crónica (tanto así que suelo decir que tengo un complejo súper-Egoico, que es lo mismo que decir que me gusta predicar la moral en calzoncillos, que es la única forma en la cual realísticamente la moral se puede predicar—por mí o por cualquier otra persona, que valga la aclaración. Todes estamos desnudes en este Edén…) y es por eso que al escribir siempre me hago las siguientes preguntas: ¿Cuál es mi responsabilidad para con mis posibles lectores? ¿Cuál es mi responsabilidad para conmigo? ¿Soy aquí y ahora estudiante, maestra o artista? ¿Pueden esas identidades coexistir sin cancelarse entre sí? ¿Pueden esas identidades coexistir y florecer? ¿Cómo coexisten estas identidades? ¿Son identidades? ¿Emociones o afectos? ¿Circunstancias? ¿Olas? ¿Ninguna de las anteriores?

Pero bueno, les diré porque escribo (según mi “yo” de hoy) y con eso les dejo:

(Las anécdotas astrológicas tendrán que esperar.)

Escribo porque ya no quiero sentirme avergonzada de las cosas que he vivido (ni de las cosas que me han vivido). Escribo porque sigo aquí. Parada (a veces sentada también—casi siempre sentada). Pero para bien o para mal, sigo aquí. Luchando. Bregando. En mis mejores momentos pienso que estoy más viva que nunca. Más dispuesta que nunca. Puesta pa’l problema y pa’ la solución también—y si la solución no existe, pues la invento. Más deseosa también.

Creo que diré lo siguiente, por aquello de auto-reflexionar: pienso que soy una persona muy resiliente. Admiro esa cualidad en mí. La habilidad de ser resiliente me ha sacado de muchos peos (me ha sacado muchos peos también… La resiliencia da churras.)

Ahora, y que esto les quede bien claro, no se crea ni pa’l carajo que voy a romantizar la resiliencia. Pero tampoco puedo negar la existencia de ese estado psicosomático (de cuerpo y alma) que hemos naturalizado (me refiero a la resiliencia como “lifestyle” o estilo de vida)…  Es la resiliencia, en el momento contemporáneo, un estilo de vida—y uno que debemos desnaturalizar con mucho afán porque soy de esas personas que piensan, alocadamente, quizás, que nos merecemos una vida mucho más digna de la que vivimos actualmente.

Personalmente, yo aspiro a una vida donde sí, se trabaje, porque las cosas no pasan así porque sí… Pero también una vida de placeres y de ocio. Una vida de placer intencional. A propósito. Leer por placer. Escribir por placer. Cocinar (y, obvio, comer) por placer. Tirarse en una hamaca y soñar por placer. Enseñar por placer. Bailar, cantar, crear, chichar… Bueno, lo dejo ahí por si me lee alguien que se siente visceralmente ofendide ante la mención del sexo (aunque aquí todes somos adultes, ¿no?).

El punto es:

Nos merecemos un mundo donde nos sintamos lo suficientemente descansades para hacerlo todo (incluyendo trabajar) con placer. ¡Ca-ra-jo! Sonará utópico, Edénico y, quizás, hasta surreal. (Al menos, para mí, a veces suena hasta imposible.) Pero hoy me he dedicado a soñar por y con placer. Y confieso me place pensar en estas cosas. Me place imaginar un presente (porque el futuro lo han imaginado ya muchos/as/es y el pasado ya lo vivimos – y nos vivió) donde las risas y los abrazos perduran infinitudinalmente (creo que esta palabra no existe, pero como soy casi doctora en letras, me atrevo a inventarla). (Usted no tiene que haber estudiado para inventar palabras. Yo sólo digo eso porque necesito reconectar con mi identidad académica.)

No quería hacerlo, pero siempre sí me fui en el viaje de kétchup. ¡Qué jodienda! Tengo más que decir, pero no quiero aburrirles. ¡Ya hasta me pasé de palabras! Mi madre diría: “Si escribieras tu tesis con el esmero que escribes este blog, ya la hubieras terminado, ¡pendeja!” Y es su voz en mi cabeza lo que, por ahora, me retorna a la faena, a la tesis doctoral (de la muerte) en la cual quizás elabore un poco más mis percepciones sobre la resiliencia. Aunque muches académiques ya han hablado de eso. Pero quizás no han hablado de eso de la forma que yo tengo en mente. Tendré que buscar, a ver. Pero primero escribiré mis ideas para que no se me olviden.

En contemplación eterna,

La pepenadora de ideas.