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LA SILLA SIN BRAZO Y OTRAS AUSENCIAS INCONSECUENTES.

Aviso: Esta entrada es fragmentaria.

Un día, hace mucho tiempo, empaqué toda mi vida y me fui.

Sabía que tendría que regresar a la ciudad algún día. Pero me daba mucha pereza pensar en ese futuro. Tuve que buscar formas de engañar a mi psicosoma—a mi cuerpo-mente-alma—de sobornarle. Pensé en todas las figuraciones futuras que pude, tratando siempre de construir las ecuaciones relacionales más perfectas posibles, aquellas que me hicieran sentir segura, para que así me emocionara el regreso. Eventualmente decidí que la única cosa que me haría feliz sería un sillón reclinable de la marca La-Z-Boy. El deseo trabaja de formas misteriosas.

Entusiasmada ante la posibilidad de la comodidad, comencé a investigar la situación. Aprendí que los La-Z-Boys son carísimos y que la quiebra sería inevitable. No sé que carajo estaba pensando cuando decidí desear un sillón reclinable si bien sé que el ocio y todas sus herramientas cuestan un ojo de la cara. ¿Me merecía este lujo? Lo encontré muy Católico cuestionarme si merecía descanso y relajación. Admito que de tanto auto-flagelarme mientras investigaba los diferentes tipos de reclinadores, rompí un record mundial en suspiros frustrados. Pero yo quería el bendito sillón. No. Lo necesitaba. Necesitaba curar un espacio exclusivo para lectura y naps. Mi tren de pensamiento era el siguiente: si curo un espacio para mis dos pasiones más pasionales (leer y dormir), seré, indiscutiblemente, feliz.

Determinada, comencé a ahorrar dinero para comprarme mi silloncito. La cosa estaba difícil porque un sillón reclinable de la marca La-Z-Boy cuesta unos mil dólares—y eso es si lo encuentro en especial y le pongo un cover barato. Mi mísero sueldo graduado no alcanzaba para tanto. Los doctorados, entre todo lo bueno y lo malo que tienen, suelen estar diseñados para personas pudientes—o al menos así se siente a veces. Pensé irme en un viaje definiendo la palabra “poder”, pero decidí limitar las tangentes del día para no abrumarme a mí misma con tanta verbosidad. Aún así, me explico un poco:

Los programas graduados no suelen tomar en consideración las posicionalidades y/o interseccionalidades sociopolíticas de sus estudiantes porque ese tipo de consideración es, asumo, anti-meritocrática. El argumento institucional, asumo nuevamente, es que el deber (entiéndase: el deber de la institución, que puede ser o no ser académica, este argumento es transferible a otros contextos) es tratarnos a todes por “igual”. Encuentre usted el error en esa ecuación abstracta. No es tan difícil hacerlo. Ni la ecuación tan abstracta. Me explico un poco más:

La igualdad y la equidad son dos estados materiales muy diferentes. La diferencia, desde mi perspectiva, es que uno es performático y el otro no existe.

Pero, para no perder el hilo, sigamos en el mismo tren—o, mejor dicho, en el mismo carril:

La meritocracia es un sistema obsoleto que sólo beneficia a aquellas personas que ya tienen suficiente capital acumulado para no sufrir las austeridades y explotaciones sociales que puedan surgir en “x” o “y” lapso de tiempo debido a “x” o “y” circunstancia. Sí, las personas pudientes—y repito que no voy a definir en esta entrada la “pudiencia”, quizás después—sufren explotaciones laborales también. En ese aspecto, la academia es igualitaria. Mi argumento esta verdaderamente atado a las siguientes preguntas, para las cuales, les advierto de antemano, no ofrezco respuestas: ¿Quién de verdad sufre las consecuencias de esas explotaciones a la larga? ¿Quién tiene acceso a la recuperación luego de haber sido explotado? ¿Quién tiene acceso—punto—a una vida digna dentro de los sistemas laborales existentes? Etc., etc., etc..

Pero no entremos en eso ahora porque no vale la pena irnos por ese túnel tan largo y oscuro. El sistema no va a cambiar, al menos no por mucho tiempo. Además, a estas alturas, ya yo estoy acostumbrada a estas mierdas. Yo hago mi trabajo porque me gusta enseñar, no porque me hallan prometidos millones de “x” o “y” cosa (dinero, prestigio, etc.). Ahora, sepan que yo estoy muy consciente de que esa mentalidad del “me gusta mi trabajo” es bien perniciosa (entiéndase: dañina) porque las instituciones, especialmente aquellas que operan bajo “éticas” neoliberales, o lo que sea que viene después de lo neoliberal, terminan aprovechándose de la buena voluntad de la gente buena para “regalarnos” botellas mientras ellos se chupan las chinas (para los que están usando Google translate para leerme: chi-nas es como decimos “naranjas” en Puerto Rico). Uso ellos adrede.

Para mover la narrativa más rapidito porque, como ya saben los que me leen consistentemente, siempre me voy en una tangente dramática, les cuento que no me compré un La-Z-Boy. Estaban muy caros y preferí invertir mi dinero en una cama cómoda para una persona de mi edad y tamaño. Estas cositas—o sea, estos “lujos”—hacen la diferencia y es por eso que las inequidades sociales son una mierda. El clasista (y este personaje social viene de todos los tamaños, colores y clases sociales—hasta yo me lo he encontrado haciendo laps en la piscina olímpica de mi inconsciente) nunca se sienta a pensar que quizás durmió mejor que sus pares menos acomodados y que a veces eso—el dormir bien—es la diferencia entre salir o quedarse en algún hoyo metido. Al menos eso aprendí viendo Survivor durante la pandemia.

Ahora, sí me compré un sillón. Excepto que mi sillón reclinable no es sillón porque no se mece. En todo caso, es una silla. A la silla le falta un brazo—porque es la mitad de un sofá que se reclina. Para disimular sus carencias, le puse una mesita bien bonita en el lado donde no tiene brazo y es allí donde acomodo todos los libros que estoy leyendo o contemplando leer en el futuro inmediato. La silla me costó $150 en el outlet de Rooms To Go y es la cosa que más felicidad me da en todo mi apartamento. ¡Es comodísima! Así que no tiene nada que envidiarle a un La-Z-Boy que probablemente tiene que soportar muchos peos de algún hombre rico y vago. Yo no me tiro peos en mi silla. Por ahora. Pero bueno, creo que siempre sí logré mi objetivo, aunque haya sido en términos diferentes a los intencionados. Mi silla sin brazo me ha ensañado que algunas ausencias son inconsecuentes.

Con esa lección personal, me despido. Espero que tenga un domingo muy relajante. Mi consejito para estudiantes graduados (y para escritores y/o artistas y/o personas que se dedican a algo y/o trabajan mucho) es que creen espacios de ocio en sus hogares. Son necesarios para el éxito.

Abrazos a medias, por aquello de no contagiarnos de Covid (¡la variante delta está arrasando!) y morirnos antes de poder decorar nuestros espacios caseros con esquinitas de placer,

Le gordibiris de la silla incompleta.

OLAS.

La semana pasada fue rarita. Los días fueron emocionalmente estáticos. Lo cual me asustó un poco porque, para mí, las emociones son olas, de la misma forma que los duelos son olas. Es por esto que, cuando la marea está en calma, mi corazoncito, adicto al fin al vaivén de la sobrevivencia, se persea y le busca la quinta pata al gato. Se le hace difícil a mi corazón aceptar que los gatos solo tienen cuatro patas. Qué está bien no percibir más allá de esa realidad cuasi-universal—porque al fin y al cabo, algunos gatos sólo tienen dos y es por eso que, cibórgicamente, sus humanos les instalan una sillita de ruedas. Mi corazón no ve esto porque mi corazón odia los números pares.

De paso, les pregunto su opinión: ¿Es el duelo una emoción o un afecto? (No me pregunten cual es la diferencia porque mi respuesta sería muy larga y serpentina.) ¿Es el duelo una circunstancia? ¿Un mar? Las olas son una ocurrencia marítima, así que me hace sentido que el duelo pueda ser un fenómeno oceánico. Todo es posible en esta vida tan rara.

Contemplé por un segundo identificar mi duelo como una “abstracción”, pero la realidad es que mi duelo eterno ha sido la cosa más real, más empírica y más encarnada que he tenido que sobrellevar en la vida. Es por esto que me atrevo a decir con certeza que, independientemente de sus otros estados fenomenológicos, el duelo es, objetivamente, una mierda.

Pero bueno, yo no vine a hablar de eso hoy.

Confieso:

La semana pasada dije que no estaba trabajando la tesis lo suficiente. Y por esa mentira, me pido perdón y me perdono. Amén. De trabajar, la trabajo todos los días. La trabajo cuando leo literatura puertorriqueña. La trabajo cuando trabajo mi duelo. La trabajo cuando hablo con mis panas sobre las cosas que están pasando en el país que ya no vivo pero que me sigue viviendo. La trabajo cuando me obligo a descansar para recobrar energías y, consecuentemente, mis ganas de escribir. De trabajar, la trabajo. Lo que estaba resistiendo era escribirla… Pero por ahí le voy, pasito a pasito, palabra a palabra, hasta que la vida y/o la muerte nos separen. Acepto.

Cambiando el tema (bueno, más o menos):

Escribir para que otras personas me lean es muy raro y es por eso que siempre trato de escribir para mí. Como me apetece ser genuina en este espacio, les confieso que me estoy dando a la tarea de no permitir que las personas y los algoritmos, ni sus percepciones, (sí, los algoritmos también perciben), cambien lo que he identificado como mi misión de vida: escribir todas las cosas que siempre he querido escribir. Decir todo lo que quiero decir. Hacer todo lo que quiero hacer antes de que el tiempo juegue su última ficha.

Confieso:

A mi no me gusta ser percibida. Me gusta ser fantasma, espectro, eco—de todo menos yo misma.

Por ende, ser genuina requiere que remueva las mil y una máscara que uso a diario para protegerme de las cosas que me dan miedito. A veces me da vergüenza admitir que tengo miedos porque soy una persona adulta. Soy toda una mujer. Y a veces toda un hombre. Y a veces un pedazo de pizza (de pepperoni). Pero el punto es: estoy en mis 30-2. Pensé que a esta edad ya no le tendría miedo a nada. Nadie me envió el memo que indicaba que a veces crecer es tener más miedos, no menos.

Francamente, no sé si es adecuado exponerme de esta forma y extirpar inconciencias viejas, como la muerte de mi madre, y apresentarlas—o sea, traer esas memorias ya inconscientes conmigo al presente para re-analizarlas, re-contextualizarlas (me—re-contextualizarme). Quizás aquí sólo vienen personas que quieren “tips and tricks” para sobrevivir escuela graduada o la diáspora o a uno mismo. Consejitos. Pragmatismos. Algranismos. Pero el diario vivir es complejo y yo quiero ser honesta sobre las cosas que han provocado que mi experiencia académica (y de vida) no sea una lineal (es decir, que no pueda ser representada por una línea recta). Podríamos tener conversaciones infinitas sobre como todas las personas pasan por anti-linealidades temporales, pero este blog no es sobre todas las personas, es sobre mí. El “blog” es un género bastante narcisito. Pero eso usted ya lo sabía, ¿no?

Espero que no me malinterprete. Haber tenido una experiencia no-lineal no necesariamente significa que haya tenido—o esté teniendo; no se ha acabado—una experiencia mala. Qué conste. Ni que yo fuera Thalía en María la del Barrio. Nada que ver. Pero pienso que la temporalidad doctoral interrumpida que ha tocado a mi puerta sin anuncio previo ha hecho que las intelectualidades a las cuales una vez me aferré se sientan ajenas. Algo así como de otro planeta. Ya no sé si amo mi trabajo de la misma forma. Tampoco sé si mi trabajo me ama. ¿Qué tiene el trabajo que ver con el amor? Creo que la respuesta es “nada”. Pero, me quería hacer la pregunta de todas formas, a ver si llegaba a conclusiones distintas. No llegué a ningún lado. Me quedé igual de pendeja.

Quizás está mal venir aquí a desahogarme de esta forma. Después de todo, soy una eticista crónica (tanto así que suelo decir que tengo un complejo súper-Egoico, que es lo mismo que decir que me gusta predicar la moral en calzoncillos, que es la única forma en la cual realísticamente la moral se puede predicar—por mí o por cualquier otra persona, que valga la aclaración. Todes estamos desnudes en este Edén…) y es por eso que al escribir siempre me hago las siguientes preguntas: ¿Cuál es mi responsabilidad para con mis posibles lectores? ¿Cuál es mi responsabilidad para conmigo? ¿Soy aquí y ahora estudiante, maestra o artista? ¿Pueden esas identidades coexistir sin cancelarse entre sí? ¿Pueden esas identidades coexistir y florecer? ¿Cómo coexisten estas identidades? ¿Son identidades? ¿Emociones o afectos? ¿Circunstancias? ¿Olas? ¿Ninguna de las anteriores?

Pero bueno, les diré porque escribo (según mi “yo” de hoy) y con eso les dejo:

(Las anécdotas astrológicas tendrán que esperar.)

Escribo porque ya no quiero sentirme avergonzada de las cosas que he vivido (ni de las cosas que me han vivido). Escribo porque sigo aquí. Parada (a veces sentada también—casi siempre sentada). Pero para bien o para mal, sigo aquí. Luchando. Bregando. En mis mejores momentos pienso que estoy más viva que nunca. Más dispuesta que nunca. Puesta pa’l problema y pa’ la solución también—y si la solución no existe, pues la invento. Más deseosa también.

Creo que diré lo siguiente, por aquello de auto-reflexionar: pienso que soy una persona muy resiliente. Admiro esa cualidad en mí. La habilidad de ser resiliente me ha sacado de muchos peos (me ha sacado muchos peos también… La resiliencia da churras.)

Ahora, y que esto les quede bien claro, no se crea ni pa’l carajo que voy a romantizar la resiliencia. Pero tampoco puedo negar la existencia de ese estado psicosomático (de cuerpo y alma) que hemos naturalizado (me refiero a la resiliencia como “lifestyle” o estilo de vida)…  Es la resiliencia, en el momento contemporáneo, un estilo de vida—y uno que debemos desnaturalizar con mucho afán porque soy de esas personas que piensan, alocadamente, quizás, que nos merecemos una vida mucho más digna de la que vivimos actualmente.

Personalmente, yo aspiro a una vida donde sí, se trabaje, porque las cosas no pasan así porque sí… Pero también una vida de placeres y de ocio. Una vida de placer intencional. A propósito. Leer por placer. Escribir por placer. Cocinar (y, obvio, comer) por placer. Tirarse en una hamaca y soñar por placer. Enseñar por placer. Bailar, cantar, crear, chichar… Bueno, lo dejo ahí por si me lee alguien que se siente visceralmente ofendide ante la mención del sexo (aunque aquí todes somos adultes, ¿no?).

El punto es:

Nos merecemos un mundo donde nos sintamos lo suficientemente descansades para hacerlo todo (incluyendo trabajar) con placer. ¡Ca-ra-jo! Sonará utópico, Edénico y, quizás, hasta surreal. (Al menos, para mí, a veces suena hasta imposible.) Pero hoy me he dedicado a soñar por y con placer. Y confieso me place pensar en estas cosas. Me place imaginar un presente (porque el futuro lo han imaginado ya muchos/as/es y el pasado ya lo vivimos – y nos vivió) donde las risas y los abrazos perduran infinitudinalmente (creo que esta palabra no existe, pero como soy casi doctora en letras, me atrevo a inventarla). (Usted no tiene que haber estudiado para inventar palabras. Yo sólo digo eso porque necesito reconectar con mi identidad académica.)

No quería hacerlo, pero siempre sí me fui en el viaje de kétchup. ¡Qué jodienda! Tengo más que decir, pero no quiero aburrirles. ¡Ya hasta me pasé de palabras! Mi madre diría: “Si escribieras tu tesis con el esmero que escribes este blog, ya la hubieras terminado, ¡pendeja!” Y es su voz en mi cabeza lo que, por ahora, me retorna a la faena, a la tesis doctoral (de la muerte) en la cual quizás elabore un poco más mis percepciones sobre la resiliencia. Aunque muches académiques ya han hablado de eso. Pero quizás no han hablado de eso de la forma que yo tengo en mente. Tendré que buscar, a ver. Pero primero escribiré mis ideas para que no se me olviden.

En contemplación eterna,

La pepenadora de ideas.